ES característico de la política frívola desatender el pasado inmediato, ignorarlo, para crear la virtualidad de una felicidad social recuperada y sólida. Tal hace el Gobierno de Rodríguez Zapatero al esquivar, no sólo el enfrentamiento a los problemas más trágicos que surgen en el devenir colectivo, sino también las efemérides que nos explican como sociedad democrática. Escribió Ortega en La rebelión de las masas que «el pasado es por esencia revenant. Si se le echa, vuelve, vuelve irremediablemente. Por eso, su única auténtica separación es no echarlo. Contar con él. Comportarse en vista de él para sortearlo, para evitarlo. En suma, vivir a la altura de los tiempos con hiperestésica conciencia de la coyuntura histórica». El filósofo aconseja vivir, pues, con una conciencia sensible y dolorosa del momento presente y encarar lo que sucedió como condicionante de lo que ahora somos y nos ocurre.
Hace diez años se produjo el asesinato más bestial de los perpetrados por la banda terrorista ETA. Aquel crimen se comportó como una muesca imperecedera en la historia reciente de España y, sin embargo, el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha acomodado su agenda evitando la «hiperestésica conciencia de la coyuntura histórica» y se ha hecho invisible e inaudible en la rememoración -diez años ya- del brutal atentado contra Miguel Ángel Blanco. Mientras buena parte del Gabinete se solazaba en Galicia a propósito del lanzamiento -mera repetición de otro anterior incumplido- de un paquete de medidas tecnológicas, Ermua recordaba -con los socialistas lejos de la familia de la víctima y sin representación del Ejecutivo- al joven que ETA asesinó el 12 de julio de 1997.
Y he aquí que cuando la omisión institucional horadaba la moral democrática de millones de ciudadanos, aparece el Rey y, de nuevo, interpretando a la Nación, con el lenguaje que la gente entiende y quiere que se emplee, recuerda el terrible evento «con especial emoción» volviendo a condenar el «muy cruel y cobarde asesinato» perpetrado a manos «de la execrable barbarie terrorista». No es una casualidad que el Jefe del Estado -dotado de un particular sentido de la oportunidad propio de un estadista- venga a cubrir la banalidad de determinada clase política. Cuando la adscrita al socialismo de Rodríguez Zapatero desmantela la Transición democrática y todos sus valores, Don Juan Carlos sale al paso para, también en nombre de la Nación, pronunciar el pasado 14 de junio un memorable discurso en el que reivindica de esta forma todo lo que ahora muchos ponen en almoneda: «La voluntad de armónica convivencia en libertad y concordia para poder edificar un futuro mejor y para todos marcó la adopción de nuestra Constitución. Una Constitución para una gran Nación. Una Constitución moderna, producto del más amplio consenso logrado entre los españoles y que nos ha proporcionado el más largo período de estabilidad, progreso y prosperidad en libertad de nuestra compleja historia constitucional».
Frente a los que con desprecio de las previsiones constitucionales reclaman del Rey comportamientos inadecuados que incluirían injerencias reales en las políticas gubernamentales, Don Juan Carlos cumple su misión ejerciendo la función de conciencia crítica de la sociedad española mediante el manejo de conceptos políticos y morales permanentes -Constitución, libertad, Nación, barbarie terrorista-, y con mensajes de oportunidad que se comportan como referencias pasadas -sean las primeras elecciones democráticas, sea el asesinato de Miguel Ángel Blanco- que sirven para aleccionar a políticos y ciudadanos. Este estatuto de la Jefatura del Estado -imposible si fuese España un Estado republicano- convierte al Rey en el intérprete de la Nación que encuentra en su persona y en la de los miembros de la Familia Real -en particular en los Príncipes de Asturias cuya segunda hija, la Infanta Sofía, será bautizada hoy- el alivio al peor de los sectarismos y el sosiego frente a la tergiversación y el maniqueísmo político que nos estrangula.
Cuando el sistema político entero parece atacado de una provisionalidad alarmante, mientras la cohesión interna se cuartea con iniciativas legislativas que quiebran principios de eficiencia y de solidaridad -véase la Agencia Tributaria de Cataluña-, cuando desde la tozudez roma se insiste en reformular iniciativas fracasadas -Ibarretxe persiste en su «plan», por ejemplo-, mientras la colisión social se produce en unos términos históricamente inéditos en democracia -la Iglesia contra el Gobierno y éste contra aquella- y, en fin, cuando las palabras se emplean como coartadas y rompen el pacto de entendimiento que el lenguaje incorpora, el Rey se proyecta -así lo prevé la Constitución- como «símbolo de la unidad y permanencia del Estado». Y, sorteando cualquier modo de partidismo, Don Juan Carlos encarna en su actitud y traslada con sus palabras un nítido recado de estabilidad y de vigilancia sobre la única ortodoxia política que nos puede rescatar de la confusión: la exactitud de los conceptos, la advertencia sobre nuestros éxitos, el lamento acerca de nuestros fracasos pasados y el recuerdo de lo que debemos hacer y cómo debemos comportarnos para que el mal pretérito no regrese y nos envuelva otra vez en hostilidades y enfrentamientos estériles.
Hubo un tiempo -los años ochenta- en los que se teorizó acerca de la legitimidad de ejercicio que acumulaba la figura de Don Juan Carlos a propósito de su decisivo papel en el frustrado golpe de Estado de 1981. Tal debate académico traía causa de una supuesta insuficiencia de legitimación que sometería a la Corona a una cierta fragilidad. Aquel debate se superó y, aunque algunos recalcitrantes suponen que el Rey o el Heredero deben opositar a la Jefatura del Estado de manera constante, lo cierto es que cuando el sistema de 1978 ha entrado en una forma de crisis progresiva y el socialismo gobernante manifiesta sin recato su malestar hacia la transacción sobre la que se basó el pacto constitucional, la Monarquía parlamentaria emerge como la máxima garantía de solidez del sistema y como ultima ratio de la conciliación nacional.
El Rey -en tanto que institución- incorpora precisamente la memoria histórica colectiva porque al hilo de los avatares de la Corona -que hoy abraza a todas las opciones políticas y sirve a la causa nacional del entendimiento y la unidad- se puede seguir y comprender el relato de España en su totalidad, sea en sus sombras como en sus luces. La Monarquía es el espinazo nacional y el Rey el intérprete de la Nación, porque cuando todo pasa -y en democracia, lo contingente fluye y se desvanece- permanece la Corona.
España no se rompe, la Nación no es discutible, el terrorismo es barbarie y vivir a la altura de los tiempos con «hiperestésica conciencia de la coyuntura histórica», como aconsejaba Ortega hacerlo, son afirmaciones que, hoy por hoy, nos remiten a la Jefatura del Estado que con perspicacia, reflexión y sensatez está cumpliendo su función constitucional, consiguiendo así que el Monarca se mimetice con el Estado al lograr lo que el filósofo madrileño afirmaba -también en La rebelión de las masas- al escribir que «El Estado es, en definitiva, el estado de la opinión: una cuestión de equilibrio, de estática». Y es difícil discutir que es el Rey el que sintetiza el «estado de la opinión» en ejercicio derivado de sus funciones constitucionales. Afortunadamente.
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Director de ABC
domingo, 15 de julio de 2007
El pasado regresa (El Rey, intérprete de la Nación)
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