Expresidente del Congreso
ABC
Hay fechas en la historia de los pueblos que sin razón aparente aparecen como desdibujadas o arrinconadas en el olvido. Una de ellas es, sin duda, la del 14 de mayo de 1977, es decir, hace ahora treinta años, un mes antes de las primeras elecciones democráticas generales en libertad, celebradas en España el 15 de junio de 1977.
Este olvido pudiera tener, sobre todo, razones de corte ideológico y ceguera política que explicaría esta desmemoria histórica. En el primer tercio del siglo XX, la Monarquía, como institución, fue bastante cuestionada y gran parte de los intelectuales se inclinaban a desconocerla, bien criticándola directamente por considerarla anacrónica con los tiempos que se vivían y, sobre todo, por entender que la raigambre republicana tenía una cierta aureola de progresismo y modernidad.
En los círculos políticos más progresistas como el Ateneo de Madrid y otras instituciones se criticaba duramente la actitud vacilante, cuando no favorable, del Rey Alfonso XIII a la dictadura del general Primo de Rivera. Al terminar sus días esta etapa dictatorial que fue más bien benigna, si se la compara con el posterior franquismo, fueron muy pocos los hombres políticos que alzaron su voz en defensa de la institución monárquica.
Así llegó por unos y por otros el 14 de abril de 1931. En mis recuerdos infantiles, ese día se asocia con la incompresible expulsión de los jesuitas de España. Fue en «Indauchu» en el colegio bilbaíno en el que se me abrió la vida más allá de las paredes del hogar y pude iniciarme en valores culturales, religiosos y vitales. La verdad es que la llegada de la república no fue, en un principio, traumática, incluso en muchos tuvo aires de júbilo. Recuerdo una mañana en la bilbaína calle de donde residía, cómo arrojaban por la ventana todos los muebles de un centro monárquico para alimentar con ellos una pira jubilosa y llameante como ritual de la nueva tolerancia. Como sortilegio para evitar, quizá, la crispación política. También tengo aquí mi recuerdo particular, en el tranvía en el que me dirigía una mañana al colegio cuando se me arrancó una pequeña cruz que llevaba en la solapa. No sé si me asombró y desconcertó más este desaforado ataque o el hecho de que ninguno de los viajeros hiciese nada -¿por miedo?, ¿por cobardía?, ¿por indiferencia egoísta?- para evitar el atropello que se cometía con un niño de 7 años.
¡Que paren el mundo, quiero bajarme! Yo sentí de niño el valor de ese apotegma, como tantos otros niños de mi época, que no teníamos hacia dónde volver los ojos, ya que, aun reconociendo que en todas partes -blancos, azules y rojos- se dieron gestos de valor, de dignidad humana, de gallardía, pronto entendí que el futuro de mi patria no podía estar en la victoria y la derrota de una de las dos partes en conflicto. Que ganase quien ganase, media España sería víctima de la otra media. Y esa rebeldía me llevó a enfrentarme con las gentes de mi entorno.
Muy pronto, en el año 1942, se publican en el Journal de Geneve, unas declaraciones de Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, heredero de la dinastía histórica, que debieron parecer muy negativas a Franco y a los vencedores, pero que a mí y a un grupo de jóvenes -en principio, reducido- nos abrieron las ventanas del futuro. En 1945, el manifiesto de Lausanne venía a completar el ideario del que, desde entonces, nos alimentaríamos un, cada vez más numeroso, grupo de monárquicos democráticos, aunque es bien sabido que tal postura no evitaría ciertas persecuciones, encarcelamientos y, sobre todo, unas campañas críticas desaforadas en los medios de comunicación contra quienes no aceptaran la ciudadanía privilegiada del franquismo.
Así aprendimos lo que luego se extendería como gozosa mancha de aceite en el espíritu de la Transición: el valor de la concordia, el consenso y el diálogo. Hoy, cuando la concordia parece estar de nuevo en peligro, resulta que, curiosamente, una gran parte de los revisionistas actuales de la «memoria histórica» no habían nacido y pretenden traer al presente los recuerdos del pasado. A ese pasado como espejo de la democracia, ignorando la realidad de lo ocurrido y solicitando un reconocimiento de las injusticias cometidas.
De ahí que a muchos nos parezca no solo superfluo, sino poco aconsejable, volver a despertar los demonios de nuestros enfrentamientos pretéritos. Bien está el justo reconocimiento a las víctimas, pero eso no debe llevarnos a reclamar reivindicaciones que serían tanto como iniciar inventarios odiosos de un pasado que, como antes decía, confiamos sinceramente en que no volverá.
Pero, recordando al 14 de mayo de 1977, es oportuno señalarlo como precedente del artículo 57 de nuestra Constitución al reconocer los derechos dinásticos históricos. Ya nos hemos referido en alguna ocasión, el tamiz de un silencio casi total sobre un hecho que justifica en sí mismo -si es que se cree en la Monarquía como institución- la continuidad de la dinastía que ha consolidado la democracia en España.
No se trata de acudir a los historiadores, eruditos de nuestro paso por la Historia con monarcas más o menos discutibles en su trayectoria, sino de que, por mucho que quieran olvidarlo algunos políticos con resabios inconfesados, si Don Juan Carlos I fue Rey de España por decisión del general Franco, la Monarquía democrática se la ganó con su actitud. De conformidad con su padre, el Conde de Barcelona, quien desde niño le enseñó a respetar esos valores de reconciliación y convivencia que tanto necesitamos.
La cesión de los derechos de Don Juan y la aceptación emocionada de su hijo fue algo más que un acto familiar en el palacio de la Zarzuela. Padre e hijo se sintonizaron no sólo en el abrazo paterno filial, sino en el entendimiento de lo que debía ser la España a que se aspiraba. Era el legítimo Rey de todos los españoles a los que podía exhortar y reclamar paladinamente «que todos entiendan, con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional». Y así ha sido durante todos estos años, a pesar de problemas y desencuentros. Por eso, el signo que encarna el 14 de mayo de 1977 adquiere de nuevo tanto valor. Una vez más, la Historia parece reclamar a la Monarquía como institución dinástica. Una vez más, parece apelar a su alta magistratura. Si en otros momentos -por ejemplo el 23-F-, la Historia reclamó y obtuvo de ella su papel moderador, ahora reclama su papel integrador inexcusable.
No quería terminar sin el recuerdo al presidente de un Gobierno socialista, Felipe González, quien consiguió para Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, el título de Rey después de muerto y, por ello. está enterrado en el panteón de los Reyes españoles. La dinastía es algo más que una simple persona, aunque ésta sea de una calidad y grandeza como la que ha demostrado nuestro Rey. Debemos confiar en que sus sucesores sabrán mantener este mismo espíritu de libertad y concordia nacional. Es cierto que España como nación atraviesa por momentos graves en que parece ponerse bajo riesgo su integridad.
Ese gesto, que honra al presidente González, debería impulsar a quienes hoy le sustituyen en el Gobierno a tener capacidad para consolidar la institución monárquica en una función integradora de los pueblos de España, consiguiendo, de verdad, que acabe la violencia y el terrorismo, para que entre todos podamos decir una vez más que la Monarquía española ha hecho posible la convivencia libre y pacífica de todos los españoles sin distinciones de ninguna clase.
Creer en la Monarquía es estar dispuesto a ayudar al Rey en esta tarea. Quizá nos jugamos más de lo que suponemos.
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