LUIS SUÁREZ FERNÁNDEZ de la Real Academia de la Historia
ABC
LA ceremonia bautismal de la Infanta Leonor, cuya belleza en un rostro de niña constituye un dato en sí mismo, obliga a un historiador a ciertas consideraciones importantes. Ante todo la incorpora a una tradición patrimonial, Monarquía católica, que desde el principio estuvo vinculada a esta forma de legitimidad histórica hispana. Pues desde finales del siglo XV, por un privilegio otorgado por el Papa, los Reyes han usado ese título, no como un calificativo opcional sino como reflejo de una condición que comparte derechos y deberes. Ante todo esta Infanta se coloca en el primer lugar de sucesión en el Principado de Asturias, permitiéndonos referirnos a ella como futura Princesa, que asegura la línea de legitimidad de origen. La nación española fue la primera entre las europeas en reconocer que las mujeres, amén de trasmitir derechos, están en condiciones de reinar. De momento no es ni siquiera necesario intercalar una línea aclaratoria de igualdad en la Constitución. Estamos hablando de hechos. Cinco mujeres han podido reinar, Urraca en León, Berenguela en Castilla -aunque renunció inmediatamente-, Isabel I e Isabel II en España y Leonor de Navarra, aunque por un tiempo que acortó radicalmente su muerte. El orden sucesorio pues, de acuerdo con la tradición española, está garantizado sin vacilaciones.
Por otra parte este acontecimiento, en el que el protagonismo esencial corresponde a la Familia, implica el ingreso en esa condición de católica que no es exclusivamente religiosa, como con excesivo simplismo podríamos creer, sino que se extiende al reconocimiento, amplio y profundo de la condición humana. La concesión del título por parte de Alejandro VI -un gran Papa si prescindimos de su conducta personal- vino acompañada de las bulas que establecían los derechos naturales humanos en las islas y tierra firme recién descubiertas. Derechos cuya observancia iba a hacer que la Monarquía española fuese madre de naciones y no simple imperialismo colonizador. Es verdad que hubo deficiencias en aquella empresa, pero mayores eran las que se registraban en España y en las demás monarquías de Occidente. El codicilo al Testamento de Isabel la Católica es la primera ley fundamental que reconoce la existencia y obligación de tales derechos, que son humanos porque corresponden a la persona y naturales porque son consecuencia de su naturaleza. Vida, libertad y propiedad fueron definidos como esenciales desde 1346, cuando se iniciaban las exploraciones atlánticas.
Pues ese catolicismo al que aludía el título al que los Reyes posteriores tendrían derecho, sin limitación, respondía a un catolicismo reformado del que España ejercía una especie de dirección, y que se diferenciaba de otros proyectos porque reconocía, y reconoce, en los seres humanos, dos dimensiones de gran importancia para la conformación de la cultura europea: libre albedrío -a diferencia del servo arbitrio que proclamara Martín Lutero- y una capacidad racional que no se limita a la observación y experimentación de la naturaleza sino que puede llegar a descubrir los valores esenciales de la belleza, la verdad y la justicia. Y la libertad, en la noción española que tan brillantemente explicaron los miembros de la Escuela de Salamanca, no puede confundirse con independencia cuantificable porque abarca el sentido de la responsabilidad. Hago lo que debo, para mí y para los demás, y no simplemente lo que quiero.
Estos valores fueron defendidos por España en una Europa que tendía a dividirse en forma inexorable, hasta llevarnos a los desastres que caracterizaron al siglo XX. Me parece extraordinariamente significativo que, durante la Gran Guerra, Alfonso XIII, un Monarca indebidamente olvidado, pudiera ejercer funciones humanitarias de gran alcance, incluyendo, después, la devolución a los judíos de su hispanidad. Y todavía más ese episodio que su hijo Don Juan de Borbón recordaba en sus apuntes, cómo sirviendo en la marina británica, rechazó las propuestas que se le hacían diciendo que él había sido formado en ese catolicismo que ni pensaba en modo alguno abandonar.
Con independencia de las posturas religiosas personales es indispensable seguir recordando este deber supremo de fidelidad de la nación española y de la Monarquía, que es la forma que adopta su legitimidad al patrimonio por ella sostenido, transmitido y enriquecido. No basta rememorar un centenario como el del Quijote; es preciso leerlo despacio para comprender aquellos valores. En nuestras pantallas se exhibe un film reivindicatorio de la figura de Lutero. En él se presenta un Carlos V -aquel en que se unieron las dos primeras ramas, Trastámara y Habsburgo, de las tres que forman su legitimidad- con caracteres muy negativos que en modo alguno responden a la realidad. No me parece mal que desde los sectores protestantes se intente la reivindicación de Martín Lutero, pero es preciso evitar una caricaturización de quienes se le opusieron. El propio personaje defendido sufre perjuicio con ello. Carlos defendió, para Europa, esos valores a los que esquemáticamente he querido referirme. Y dejó una herencia que muchos países pudieron después recoger.
Es importante no incidir en equivocaciones como la muy reciente de Fidel Castro. Obligado a reconocer los valores positivos del actual titular de la Corona, los presenta como una excepción singular. Nada de eso. Tratamos de una forma de Estado que durante quinientos años ha contribuido al desarrollo mundial en una forma muy notable. A los historiadores españoles corresponde descubrir y explicar los valores positivos pues ellos constituyen el patrimonio esencial. Burckhardt nos advirtió hace más de un siglo que con ese patrimonio pueden cometerse dos errores en extremos opuestos, aconcharse en ellos o tirarlos por la borda. Lo sensato es tomarlos para sí y hacerlos fructificar.
Para esa niña, que ingresa ahora en la legitimidad histórica y que no está en condiciones todavía de comprender el peso de lo que recibe, van estos pensamientos aquí expuestos con singular torpeza. La Monarquía puede afirmarse. La experiencia nos enseña que cuando se ha prescindido de dicha legitimidad los resultados han sido desastrosos. No se trata de adular o bendecir a una persona individual concreta, sino de comprender y valorar el peso de una Institución. Los que en ella se integran adquieren la formidable responsabilidad de servirla, poniendo siempre la conciencia del deber por encima de la del derecho. Y, también, dejándose guiar por el amor. Esa fue la suprema lección de Isabel la Católica en el momento mismo de su muerte.
Por otra parte este acontecimiento, en el que el protagonismo esencial corresponde a la Familia, implica el ingreso en esa condición de católica que no es exclusivamente religiosa, como con excesivo simplismo podríamos creer, sino que se extiende al reconocimiento, amplio y profundo de la condición humana. La concesión del título por parte de Alejandro VI -un gran Papa si prescindimos de su conducta personal- vino acompañada de las bulas que establecían los derechos naturales humanos en las islas y tierra firme recién descubiertas. Derechos cuya observancia iba a hacer que la Monarquía española fuese madre de naciones y no simple imperialismo colonizador. Es verdad que hubo deficiencias en aquella empresa, pero mayores eran las que se registraban en España y en las demás monarquías de Occidente. El codicilo al Testamento de Isabel la Católica es la primera ley fundamental que reconoce la existencia y obligación de tales derechos, que son humanos porque corresponden a la persona y naturales porque son consecuencia de su naturaleza. Vida, libertad y propiedad fueron definidos como esenciales desde 1346, cuando se iniciaban las exploraciones atlánticas.
Pues ese catolicismo al que aludía el título al que los Reyes posteriores tendrían derecho, sin limitación, respondía a un catolicismo reformado del que España ejercía una especie de dirección, y que se diferenciaba de otros proyectos porque reconocía, y reconoce, en los seres humanos, dos dimensiones de gran importancia para la conformación de la cultura europea: libre albedrío -a diferencia del servo arbitrio que proclamara Martín Lutero- y una capacidad racional que no se limita a la observación y experimentación de la naturaleza sino que puede llegar a descubrir los valores esenciales de la belleza, la verdad y la justicia. Y la libertad, en la noción española que tan brillantemente explicaron los miembros de la Escuela de Salamanca, no puede confundirse con independencia cuantificable porque abarca el sentido de la responsabilidad. Hago lo que debo, para mí y para los demás, y no simplemente lo que quiero.
Estos valores fueron defendidos por España en una Europa que tendía a dividirse en forma inexorable, hasta llevarnos a los desastres que caracterizaron al siglo XX. Me parece extraordinariamente significativo que, durante la Gran Guerra, Alfonso XIII, un Monarca indebidamente olvidado, pudiera ejercer funciones humanitarias de gran alcance, incluyendo, después, la devolución a los judíos de su hispanidad. Y todavía más ese episodio que su hijo Don Juan de Borbón recordaba en sus apuntes, cómo sirviendo en la marina británica, rechazó las propuestas que se le hacían diciendo que él había sido formado en ese catolicismo que ni pensaba en modo alguno abandonar.
Con independencia de las posturas religiosas personales es indispensable seguir recordando este deber supremo de fidelidad de la nación española y de la Monarquía, que es la forma que adopta su legitimidad al patrimonio por ella sostenido, transmitido y enriquecido. No basta rememorar un centenario como el del Quijote; es preciso leerlo despacio para comprender aquellos valores. En nuestras pantallas se exhibe un film reivindicatorio de la figura de Lutero. En él se presenta un Carlos V -aquel en que se unieron las dos primeras ramas, Trastámara y Habsburgo, de las tres que forman su legitimidad- con caracteres muy negativos que en modo alguno responden a la realidad. No me parece mal que desde los sectores protestantes se intente la reivindicación de Martín Lutero, pero es preciso evitar una caricaturización de quienes se le opusieron. El propio personaje defendido sufre perjuicio con ello. Carlos defendió, para Europa, esos valores a los que esquemáticamente he querido referirme. Y dejó una herencia que muchos países pudieron después recoger.
Es importante no incidir en equivocaciones como la muy reciente de Fidel Castro. Obligado a reconocer los valores positivos del actual titular de la Corona, los presenta como una excepción singular. Nada de eso. Tratamos de una forma de Estado que durante quinientos años ha contribuido al desarrollo mundial en una forma muy notable. A los historiadores españoles corresponde descubrir y explicar los valores positivos pues ellos constituyen el patrimonio esencial. Burckhardt nos advirtió hace más de un siglo que con ese patrimonio pueden cometerse dos errores en extremos opuestos, aconcharse en ellos o tirarlos por la borda. Lo sensato es tomarlos para sí y hacerlos fructificar.
Para esa niña, que ingresa ahora en la legitimidad histórica y que no está en condiciones todavía de comprender el peso de lo que recibe, van estos pensamientos aquí expuestos con singular torpeza. La Monarquía puede afirmarse. La experiencia nos enseña que cuando se ha prescindido de dicha legitimidad los resultados han sido desastrosos. No se trata de adular o bendecir a una persona individual concreta, sino de comprender y valorar el peso de una Institución. Los que en ella se integran adquieren la formidable responsabilidad de servirla, poniendo siempre la conciencia del deber por encima de la del derecho. Y, también, dejándose guiar por el amor. Esa fue la suprema lección de Isabel la Católica en el momento mismo de su muerte.
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