Mariángel Alcázar
La Vanguardia
"Volver a Tatoi fue un golpe a todos mis recuerdos. Como si me hubieran acuchillado un sueño". Con esas palabras recordaba la reina Sofía el impacto que le produjo recorrer, en 1998, la finca en la que vivió su infancia y juventud, al volver a Grecia con motivo de la visita de Estado de los Reyes. Doña Sofía no había pisado Tatoi desde que en 1967 el rey Constantino abandonó el país, a excepción de una visita relámpago, casi clandestina, cuando el 12 de febrero del 1981, la familia real griega fue autorizada a volver por unas horas a Grecia para enterrar a la reina Federica.
El pasado jueves, doña Sofía regresó al cementerio de Tatoi para honrar la memoria de su padre, Pablo de Grecia, con motivo del 50.º aniversario de su muerte. En los últimos 15 años lo ha hecho en otras ocasiones con motivo de sus visitas privadas a Grecia, pero nunca olvidará aquel 25 de mayo del 1998, cuando, junto a don Juan Carlos, inició la visita oficial a su país natal con un acto privado, casi íntimo: visitar la tumba de sus padres y pisar de nuevo los bosques de pinos, robles y eucaliptos de Tatoi, el escenario de su pasado feliz. Pero lo que encontró fue una ruina que le hizo reaccionar. "Decidí desprenderme de mi pasado", dijo después, quizá para no morir de nostalgia. Desde entonces Tatoi es sólo eso, sólo puede ser el lugar donde reposan sus padres.
La historia de Tatoi, una finca de 4.100 hectáreas, situada a 20 kilómetros de Atenas, comienza en 1872, cuando la compró Jorge I, príncipe de Dinamarca, nombrado el primer rey de la dinastía griega. Su esposa, Olga, sobrina de Alejandro II, zar de Rusia, puso el dinero y impuso el estilo del palacete, casi idéntico, aunque en pequeño, a la residencia de su familia en San Petersburgo. Durante su largo reinado, Jorge I (1863-1913) convirtió Tatoi en palacio de verano y finca productiva, con viñedos, ganado y madera. Desde su muerte y hasta el inicio del reinado de su nieto Pablo, en 1947, la finca vivió las mismas vicisitudes que la familia real griega. Después del exilio, la Segunda Guerra Mundial y la guerra civil y ante el alto coste de adaptar el palacio real de Atenas, el rey Pablo convirtió Tatoi en la residencia familiar y le devolvió la vida. En la finca residían cincuenta familias que trabajaban en la explotación agrícola y ganadera y, en un pequeño bosque, al que se accede por un camino en cuesta, se ubicaba el cementerio real. Un espacio en el que, a diferencia de los panteones regios, los miembros de la dinastía griega recuperan su condición de simples mortales bajo austeras tumbas, a la sombra de los pinos.
Para Sofía, Tatoi, donde vivió su infancia y juventud, era el paraíso. Pero los recuerdos empezaron a romperse tras la muerte del rey Pablo y el inicio del errático reinado de su hijo, Constantino. Tres años, de 1964 a 1967, en los que vivió un golpe de Estado, un contragolpe fallido y el inicio del exilio. El día del golpe de los coroneles, el 21 de abril del 1967, la entonces princesa Sofía estaba en Atenas, en la residencia familiar de Psychikó, donde permaneció dos días hasta que se abrió el espacio aéreo y pudo regresar a Madrid. Poco después, el mes de junio del 1967, Sofía volvió a Atenas para asistir al bautizo de su sobrino, el príncipe Pablo. Fue la última vez que pudo pasear por las calles de la capital griega hasta su visita, como reina de España, treinta y un año después.
Con la salida de Constantino, Tatoi quedó cerrado y casi abandonado: sólo unos pocos empleados cuidaban de la inmensa finca, y el palacio fue sellado para evitar los saqueos. Todo cambió en 1974, cuando, tras la caída del régimen militar y el regreso de Constantino Karamanlis, que recuperó el poder civil, se convocó un referéndum en el que se abolió la monarquía. Las propiedades reales fueron confiscadas y, aunque en 1977 les fueron devueltas, la medida no tuvo efectos prácticos, ya que la familia real griega seguía sin poder entrar en el país y, por lo tanto, no podía disfrutar de su patrimonio.
Tatoi fue, durante años, el escenario de las batallas políticas y legales que enfrentaron a Constantino con los sucesivos gobiernos griegos. En 1991, Constantino logró, a través de un pacto secreto con el gobierno conservador de Mitsotakis, sacar varios contenedores del palacio de Tatoi, con algunos objetos de valor y obras de arte que posteriormente subastó en Londres. Eso provocó a la oposición y, cuando en 1994 el socialista Andreas Papandreu llegó al poder, nacionalizó sin miramientos las posesiones reales. Tras varios años de litigio, Constantino logró que el Tribunal de Estrasburgo obligará al gobierno griego a pagarle una indemnización por sus propiedades, que ascendió a algo más de 13 millones de euros. Desde el 2002, Tatoi y los bienes que aún se conservaban en el interior del palacio son propiedad estatal, pero las promesas de restaurar los edificios y convertir la finca en un espacio conservado han chocado con la brutal crisis griega. A finales del 2012, el gobierno de Atenas incluyó Tatoi, junto a varias islas griegas y otras propiedades estatales, en la lista de bienes a privatizar, pero nadie se ha interesado por la antigua finca real. Constantino pretendió que algunos de sus antiguos benefactores, todos viejos armadores multimillonarios, la compraran para albergar una fundación y su propia residencia. No lo logró, ya nadie quiere financiar los gastos del rey destronado. Sólo la asociación Elinki Etería, perteneciente a la organización Europa Nostra, que vela por el patrimonio europeo, tiene un plan para Tatoi. El pasado pasado jueves, coincidiendo con el homenaje al rey Pablo, propuso transformar la antigua finca real en un centro de memoria histórica y de actividades deportivas y de ocio, propiedad del Estado griego pero gestionado por la iniciativa privada. Tatoi espera cambiar su destino tras una historia convulsa en la que sólo parecen haber logrado encontrar la paz los muertos que alberga su idílico cementerio.
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