Ramón Pérez Maura
ABC
PERMÍTANME confesarlo. Todavía a día de hoy y después de haber escuchado las palabras y visto las imágenes docenas de veces, cada vez que vuelvo a ver la escena de la renuncia de Don Juan en el Palacio de la Zarzuela el 14 de mayo de 1977, cuando escucho sus últimas palabras, precedidas de un taconazo: «Majestad: ¡Todo por España! ¡Viva España! ¡Viva el Rey!» no puedo evitar que la emoción haga aflorar lágrimas en mis ojos. Y supongo que eso invitará a algún lector a abandonar el escrutinio de esta columna. Pero si me dan la oportunidad quisiera explicar por qué me siguen conmoviendo tanto las palabras de aquel español nacido hoy hace cien años.
Vivimos en un mundo y un tiempo en el que los valores son cada vez más vaporosos. En los que defender el bien común suele servir, sobre todo, para verte en la picota. Defender el legado de nuestros mayores como forma de contribuir al interés general es algo que muy pocos harían. Vivir toda tu vida pendiente de que llegue la hora de poder cumplir la misión que el mandato de casi cuarenta generaciones ha depositado sobre tus hombros es una vida que nadie puede desear. Ser vilipendiado por el Gobierno de tu país y saber que estás condenado a buscar puntos de entendimiento con él porque la institución que encarnas ha de estar por encima de tu persona es algo que nadie puede ansiar. Y nuestro Rey del exilio tuvo todo eso y más.
En estos tiempos en que se está reformando nuestro currículo escolar, en que –dichosamente- se ha suprimido la asignatura de Educación para la Ciudadanía y en que se busca cómo repartir los contenidos de semejante enunciado en el currículo de otras materias, sería idóneo emplear la figura del Conde de Barcelona como ejemplo de entrega. Difícilmente podrá encontrar el ministro Wert una personalidad que encarne, de entrada la renuncia a las propias aspiraciones, después la entrega desinteresada y finalmente la sumisión a un bien superior que cegaba cualquier ilusión personal –legítima.
En la Historia hay ejemplos de personalidades altruistas. Según el calendario se acerca al presente cuesta más encontrarlas entre la clase política. Y cuando llegamos a la era de la televisión es casi imposible consensuar políticos que encarnen valores ejemplarizantes para la mayoría. Don Juan decía que «el oficio del Rey es la política». Y él la ejerció de una manera ejemplarizante. Por ello, la modesta conmemoración de este centenario hoy en la Capilla Real de Madrid puede ser una buena ocasión para reflexionar sobre lo modélica que puede ser su figura para las nuevas generaciones. Una personalidad a la que la mayoría son ajenos, pero de la que es muchísimo lo que podría enseñarse en los libros de texto del futuro. Porque Don Juan encarnó en su regia persona lo que de verdad debería ser el modelo de la educación para la ciudadanía, antes de que tan limpio nombre fuera pervertido.
Álbum fotográfico
ABC
PERMÍTANME confesarlo. Todavía a día de hoy y después de haber escuchado las palabras y visto las imágenes docenas de veces, cada vez que vuelvo a ver la escena de la renuncia de Don Juan en el Palacio de la Zarzuela el 14 de mayo de 1977, cuando escucho sus últimas palabras, precedidas de un taconazo: «Majestad: ¡Todo por España! ¡Viva España! ¡Viva el Rey!» no puedo evitar que la emoción haga aflorar lágrimas en mis ojos. Y supongo que eso invitará a algún lector a abandonar el escrutinio de esta columna. Pero si me dan la oportunidad quisiera explicar por qué me siguen conmoviendo tanto las palabras de aquel español nacido hoy hace cien años.
Vivimos en un mundo y un tiempo en el que los valores son cada vez más vaporosos. En los que defender el bien común suele servir, sobre todo, para verte en la picota. Defender el legado de nuestros mayores como forma de contribuir al interés general es algo que muy pocos harían. Vivir toda tu vida pendiente de que llegue la hora de poder cumplir la misión que el mandato de casi cuarenta generaciones ha depositado sobre tus hombros es una vida que nadie puede desear. Ser vilipendiado por el Gobierno de tu país y saber que estás condenado a buscar puntos de entendimiento con él porque la institución que encarnas ha de estar por encima de tu persona es algo que nadie puede ansiar. Y nuestro Rey del exilio tuvo todo eso y más.
En estos tiempos en que se está reformando nuestro currículo escolar, en que –dichosamente- se ha suprimido la asignatura de Educación para la Ciudadanía y en que se busca cómo repartir los contenidos de semejante enunciado en el currículo de otras materias, sería idóneo emplear la figura del Conde de Barcelona como ejemplo de entrega. Difícilmente podrá encontrar el ministro Wert una personalidad que encarne, de entrada la renuncia a las propias aspiraciones, después la entrega desinteresada y finalmente la sumisión a un bien superior que cegaba cualquier ilusión personal –legítima.
En la Historia hay ejemplos de personalidades altruistas. Según el calendario se acerca al presente cuesta más encontrarlas entre la clase política. Y cuando llegamos a la era de la televisión es casi imposible consensuar políticos que encarnen valores ejemplarizantes para la mayoría. Don Juan decía que «el oficio del Rey es la política». Y él la ejerció de una manera ejemplarizante. Por ello, la modesta conmemoración de este centenario hoy en la Capilla Real de Madrid puede ser una buena ocasión para reflexionar sobre lo modélica que puede ser su figura para las nuevas generaciones. Una personalidad a la que la mayoría son ajenos, pero de la que es muchísimo lo que podría enseñarse en los libros de texto del futuro. Porque Don Juan encarnó en su regia persona lo que de verdad debería ser el modelo de la educación para la ciudadanía, antes de que tan limpio nombre fuera pervertido.
Álbum fotográfico
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