Eva Millet
Magazine
Este año, Isabel II de Inglaterra celebra su 60.º aniversario en el trono de la monarquía más famosa del planeta. Pese al desgaste que suponen seis décadas de reinado, sus súbditos siguen respetándola: en gran parte, por su más que probada profesionalidad, pero, también, por su imagen. Un factor que la monarca ha cuidado siempre y para el que ha contado con dos grandes fotógrafos, Cecil Beaton y lord Snowdon, como aliados.
En 1952, con tan sólo 25 años, Isabel II se convirtió en la soberana del Reino Unido, Irlanda del Norte y el respetable número de estados que conformaban entonces el aún imperio británico. Sucedía a su padre, Jorge VI, fallecido tempranamente a los 56 años, y a quien estaba muy unida.
Isabel (Lilibet para sus familiares) no nació para reinar, pero cuando su tío Eduardo VIII dio la campanada y abdicó, en diciembre de 1936, para casarse con la divorciada norteamericana Wallis Simpson, se convirtió en la heredera al trono. Tenía 10 años, una hermana menor, la princesa Margarita, y estaba siendo educada en casa por institutrices supervisadas por su madre, la reina consorte (de soltera, lady Elizabeth Bowes-Lyon). Pronto empezó su aprendizaje como futura reina.
Pequeños actos públicos con sus padres, visitas e inauguraciones. Y su primer discurso, pronunciado a los 14 años, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en la BBC, solidarizándose con los niños evacuados por el conflicto. La princesa no tenía los terribles problemas de dicción que padeció su padre, y en la emisión se aprecia su voz aguda, aún de niña, con un acento por encima de lo aristocrático y un tono suave pero firme, que denotaba ya un precoz sentido del deber.
La Princesa Lilibeth en 1945. Cecil Beaton
En los años sucesivos, Isabel salió airosa de esta y de otras muchas pruebas, como su contribución durante la guerra en la rama femenina del ejército británico y su boda, en noviembre de 1947, con el apuesto teniente Philip Mountbatten. Una ceremonia que los ingleses ya bordaban entonces, con las habituales carrozas doradas, soldados a caballo, himnos y multitudes. La entonces princesa se casó en la abadía de Westmister, donde, seis años después, protagonizó otra ceremonia aún más importante: su coronación. En el intervalo, ya había tenido dos hijos (los príncipes Carlos y Ana) y ya desarrollaba tareas de Estado. Fue precisamente durante un viaje suyo a Kenia cuando falleció su padre, el 6 de febrero de 1952. La historia ha contado muchas veces que Isabel se fue a dormir como princesa y despertó siendo reina. Por si este hecho no fuera lo suficientemente teatral, la monarca y su esposo se alojaban en un remoto hotel construido sobre un árbol, rodeado de elefantes y fieras salvajes.
La vuelta a Inglaterra no fue fácil, pero la nueva reina se condujo con impecable aplomo durante la secuencia de acontecimientos que se sucedieron. Su proclamación como monarca el 8 de febrero, el entierro de su padre pocos días después y su espectacular coronación: ceremonia de boato donde las haya y durante la cual no dio un paso en falso. Siempre erguida, majestuosa pese a su discreta estatura, soportó el más que respetable peso de la corona y arrastró la suntuosa capa granate oscuro con gracia. No titubeó al pronunciar el juramento que la ligaba a “gobernar a las gentes del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la Unión Sudafricana, Pakistán y Ceilán y de sus posesiones y los otros territorios”.
Fiel a su juramento y con grandes dosis de serenidad y paciencia, Isabel II ha cumplido sus deberes como cabeza de Estado de forma intachable. Pese a los escándalos de sus hijos y sus nueras; amenazas terroristas, intrusos en palacio, annus horribilis y la dramática muerte de Diana de Gales, la reina se ha mantenido incólume. Sigue siendo una figura muy respetada en su país, que celebra con ella en el 2012 el jubileo de diamante: sus 60 años de reinado. Todo un récord que se debe tanto a su profesionalidad como a la arraigadísima tradición monárquica de los británicos.
Pero en su andadura, la reina ha contado también con un importante aliado, clave para modelar el rostro público de la familia real: la fotografía. Sus antepasados fueron pioneros en su utilización. Ya en 1842 el príncipe Alberto, consorte de la reina Victoria, fue el primer royal en dejarse fotografiar. Durante el largo reinado de Victoria se empezó a explotar el poder de este medio, y sus retratos se diseminaron por todos los rincones del imperio. Desde entonces, la efigie real se ha utilizado sin complejos en todo tipo de soportes, tanto oficiales como domésticos.
Los artífices de estas imágenes resultan una parte vital de este engranaje, y por ello las fotos se han encargado siempre a los mejores profesionales. Entre ellos destaca Cecil Beaton, un creador polifacético que fotografió a los Windsor durante más de 30 años. Su debut fue un retrato de la reina madre, en 1939, a quien convirtió en una romántica y etérea reina de las hadas que paseaba por los jardines de palacio. A Isabel, su hija, la fotografió por primera vez en 1942, cuando la princesa era una adolescente, y no dejó de hacerlo hasta 1968. Beaton disfrutó de un acceso sin precedentes a la familia real, y sus sesiones podían extenderse durante horas. Además de la actual reina, sus padres y la princesa Margarita, inmortalizó a los cuatro bebés reales, al duque de Edimburgo y a un respetable número de parientes de los Windsor. Culto, refinado y monárquico devoto, el fotógrafo se movía con soltura sobre las alfombras de Buckingham. Los críticos destacan cómo su talento fue clave para transformar la imagen de la corona en el siglo pasado. “Tuvo una habilidad para hacerse indispensable para los miembros de la casa de los Windsor”, añade sir Roy Strong, el ex director del museo Victoria & Albert de Londres. Strong fue amigo suyo, y destaca su magia profesional: “Capaz de dotar de un aura de glamur y misterio hasta al miembro menos agraciado y más aburrido de la familia”.
A Isabel II, Beaton la retrató en diversas situaciones: como tímida adolescente, debutante, feliz mujer casada, madre sonriente y monarca solemne. Pese a que fueron muchas las ocasiones en las que trabajaron juntos, el fotógrafo sentía una absoluta reverencia por su modelo más importante, quien nunca dejó de impresionarle. Con la misma exuberancia y lujo de detalles con los que componía sus fotos, escribió en sus diarios cosas como esta: “La reina estaba enormemente atractiva. Llevaba un vestido maravillosamente romántico –con una falda de pliegues tiesos– (…) Parecía tranquila y dulcemente triste”. Se refería a una sesión de 1960, cuando ya llevaba casi dos décadas fotografiándola. Ocho años después, consiguió una de las mejores imágenes de la monarca, en la que Isabel II se envuelve en una capa negra sobre un fondo azul pálido y parece humana e inalcanzable a la vez.
Fue, sin embargo, el último encargo: la sesión resultó tensa y difícil. Ya en la víspera, Beaton expresó su inquietud en su diario: “Las dificultades son grandes. Nuestros puntos de vista, nuestros gustos, son tan diferentes…”.
En ese entonces Beaton ya tenía un serio rival, quien, además, era miembro de la familia real. El fotógrafo Antony Armstrong-Jones (lord Snowdon) se había casado con la princesa Margarita en 1960 y pronto empezó a retratar a su nuevos parientes. Incluso después de divorciarse. “Su retrato más reciente de la reina lo hizo en marzo del 2010”, explica el también fotógrafo Koto Bolofo, autor de Lord Snowdon (ed. Steidl), un espléndido libro donde reivindica la obra de su homólogo.
Aunque la reina ha sido inmortalizada por otros excelentes profesionales (como Norman Parkinson y Annie Leibovitz), para Bolofo, Beaton y Snowdon han sido los retratistas reales con mayúsculas. “Porque la fotografiaron a lo largo de muchos años y consiguieron sacar lo suficiente de ella fuera de la caja”. Obviamente, él siente debilidad por Snowdon, de quien destaca que haya sido capaz de mantener la relación con su ex cuñada (“Ella siempre le ha dado la bienvenida”), sin hacer ostentación de ello. “Sé que para él retratar a su majestad ha sido el mayor honor, pero jamás se pavonea de sus conexiones, es muy humilde”. Bolofo añade que en los dos años que trabajaron juntos solamente la mencionó una vez: “Cuando le llevé mi libro acabado y, tras mirarlo detenidamente, me dijo: ‘Me encanta, me gustaría mucho enseñárselo a la reina’”.
Snowdon está delicado de salud, por lo que es poco probable que vuelva a palacio. El peruano Mario Testino goza del favor de muchos Windsor y se perfila como el claro sustituto. Pero no es el único. Bolofo destaca la valentía de la soberana al haberse dejado retratar por Rankin, uno de los fotógrafos más rompedores del momento. “Eso demuestra que la monarquía está en contacto con lo que pasa hoy. Una fotografía anticuada hace que la monarquía parezca anticuada. Por eso es muy importante para ellos tener imágenes contemporáneas, al día: que las nuevas generaciones vean una foto de su reina y digan: ‘La queremos, es muy cool’”.
Pese a encabezar una de las instituciones más anticuadas del mundo, Isabel II aplica su legendaria tolerancia a las nuevas tendencias. Su majestad sabe muy bien que la imagen es importantísima y, con el mismo sentido del deber con el que lleva a cabo sus tareas de Estado, posa desde hace más de 80 años… ¿Es fotogénica? “Sí, muchísimo, siempre lo ha sido”, responde Bolofo. “Y siempre ha sido muy guapa, siempre. Realmente elegante”.
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Este año, Isabel II de Inglaterra celebra su 60.º aniversario en el trono de la monarquía más famosa del planeta. Pese al desgaste que suponen seis décadas de reinado, sus súbditos siguen respetándola: en gran parte, por su más que probada profesionalidad, pero, también, por su imagen. Un factor que la monarca ha cuidado siempre y para el que ha contado con dos grandes fotógrafos, Cecil Beaton y lord Snowdon, como aliados.
En 1952, con tan sólo 25 años, Isabel II se convirtió en la soberana del Reino Unido, Irlanda del Norte y el respetable número de estados que conformaban entonces el aún imperio británico. Sucedía a su padre, Jorge VI, fallecido tempranamente a los 56 años, y a quien estaba muy unida.
Isabel (Lilibet para sus familiares) no nació para reinar, pero cuando su tío Eduardo VIII dio la campanada y abdicó, en diciembre de 1936, para casarse con la divorciada norteamericana Wallis Simpson, se convirtió en la heredera al trono. Tenía 10 años, una hermana menor, la princesa Margarita, y estaba siendo educada en casa por institutrices supervisadas por su madre, la reina consorte (de soltera, lady Elizabeth Bowes-Lyon). Pronto empezó su aprendizaje como futura reina.
Pequeños actos públicos con sus padres, visitas e inauguraciones. Y su primer discurso, pronunciado a los 14 años, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en la BBC, solidarizándose con los niños evacuados por el conflicto. La princesa no tenía los terribles problemas de dicción que padeció su padre, y en la emisión se aprecia su voz aguda, aún de niña, con un acento por encima de lo aristocrático y un tono suave pero firme, que denotaba ya un precoz sentido del deber.
La Princesa Lilibeth en 1945. Cecil Beaton
En los años sucesivos, Isabel salió airosa de esta y de otras muchas pruebas, como su contribución durante la guerra en la rama femenina del ejército británico y su boda, en noviembre de 1947, con el apuesto teniente Philip Mountbatten. Una ceremonia que los ingleses ya bordaban entonces, con las habituales carrozas doradas, soldados a caballo, himnos y multitudes. La entonces princesa se casó en la abadía de Westmister, donde, seis años después, protagonizó otra ceremonia aún más importante: su coronación. En el intervalo, ya había tenido dos hijos (los príncipes Carlos y Ana) y ya desarrollaba tareas de Estado. Fue precisamente durante un viaje suyo a Kenia cuando falleció su padre, el 6 de febrero de 1952. La historia ha contado muchas veces que Isabel se fue a dormir como princesa y despertó siendo reina. Por si este hecho no fuera lo suficientemente teatral, la monarca y su esposo se alojaban en un remoto hotel construido sobre un árbol, rodeado de elefantes y fieras salvajes.
La vuelta a Inglaterra no fue fácil, pero la nueva reina se condujo con impecable aplomo durante la secuencia de acontecimientos que se sucedieron. Su proclamación como monarca el 8 de febrero, el entierro de su padre pocos días después y su espectacular coronación: ceremonia de boato donde las haya y durante la cual no dio un paso en falso. Siempre erguida, majestuosa pese a su discreta estatura, soportó el más que respetable peso de la corona y arrastró la suntuosa capa granate oscuro con gracia. No titubeó al pronunciar el juramento que la ligaba a “gobernar a las gentes del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la Unión Sudafricana, Pakistán y Ceilán y de sus posesiones y los otros territorios”.
Fiel a su juramento y con grandes dosis de serenidad y paciencia, Isabel II ha cumplido sus deberes como cabeza de Estado de forma intachable. Pese a los escándalos de sus hijos y sus nueras; amenazas terroristas, intrusos en palacio, annus horribilis y la dramática muerte de Diana de Gales, la reina se ha mantenido incólume. Sigue siendo una figura muy respetada en su país, que celebra con ella en el 2012 el jubileo de diamante: sus 60 años de reinado. Todo un récord que se debe tanto a su profesionalidad como a la arraigadísima tradición monárquica de los británicos.
Pero en su andadura, la reina ha contado también con un importante aliado, clave para modelar el rostro público de la familia real: la fotografía. Sus antepasados fueron pioneros en su utilización. Ya en 1842 el príncipe Alberto, consorte de la reina Victoria, fue el primer royal en dejarse fotografiar. Durante el largo reinado de Victoria se empezó a explotar el poder de este medio, y sus retratos se diseminaron por todos los rincones del imperio. Desde entonces, la efigie real se ha utilizado sin complejos en todo tipo de soportes, tanto oficiales como domésticos.
Los artífices de estas imágenes resultan una parte vital de este engranaje, y por ello las fotos se han encargado siempre a los mejores profesionales. Entre ellos destaca Cecil Beaton, un creador polifacético que fotografió a los Windsor durante más de 30 años. Su debut fue un retrato de la reina madre, en 1939, a quien convirtió en una romántica y etérea reina de las hadas que paseaba por los jardines de palacio. A Isabel, su hija, la fotografió por primera vez en 1942, cuando la princesa era una adolescente, y no dejó de hacerlo hasta 1968. Beaton disfrutó de un acceso sin precedentes a la familia real, y sus sesiones podían extenderse durante horas. Además de la actual reina, sus padres y la princesa Margarita, inmortalizó a los cuatro bebés reales, al duque de Edimburgo y a un respetable número de parientes de los Windsor. Culto, refinado y monárquico devoto, el fotógrafo se movía con soltura sobre las alfombras de Buckingham. Los críticos destacan cómo su talento fue clave para transformar la imagen de la corona en el siglo pasado. “Tuvo una habilidad para hacerse indispensable para los miembros de la casa de los Windsor”, añade sir Roy Strong, el ex director del museo Victoria & Albert de Londres. Strong fue amigo suyo, y destaca su magia profesional: “Capaz de dotar de un aura de glamur y misterio hasta al miembro menos agraciado y más aburrido de la familia”.
A Isabel II, Beaton la retrató en diversas situaciones: como tímida adolescente, debutante, feliz mujer casada, madre sonriente y monarca solemne. Pese a que fueron muchas las ocasiones en las que trabajaron juntos, el fotógrafo sentía una absoluta reverencia por su modelo más importante, quien nunca dejó de impresionarle. Con la misma exuberancia y lujo de detalles con los que componía sus fotos, escribió en sus diarios cosas como esta: “La reina estaba enormemente atractiva. Llevaba un vestido maravillosamente romántico –con una falda de pliegues tiesos– (…) Parecía tranquila y dulcemente triste”. Se refería a una sesión de 1960, cuando ya llevaba casi dos décadas fotografiándola. Ocho años después, consiguió una de las mejores imágenes de la monarca, en la que Isabel II se envuelve en una capa negra sobre un fondo azul pálido y parece humana e inalcanzable a la vez.
Fue, sin embargo, el último encargo: la sesión resultó tensa y difícil. Ya en la víspera, Beaton expresó su inquietud en su diario: “Las dificultades son grandes. Nuestros puntos de vista, nuestros gustos, son tan diferentes…”.
En ese entonces Beaton ya tenía un serio rival, quien, además, era miembro de la familia real. El fotógrafo Antony Armstrong-Jones (lord Snowdon) se había casado con la princesa Margarita en 1960 y pronto empezó a retratar a su nuevos parientes. Incluso después de divorciarse. “Su retrato más reciente de la reina lo hizo en marzo del 2010”, explica el también fotógrafo Koto Bolofo, autor de Lord Snowdon (ed. Steidl), un espléndido libro donde reivindica la obra de su homólogo.
Aunque la reina ha sido inmortalizada por otros excelentes profesionales (como Norman Parkinson y Annie Leibovitz), para Bolofo, Beaton y Snowdon han sido los retratistas reales con mayúsculas. “Porque la fotografiaron a lo largo de muchos años y consiguieron sacar lo suficiente de ella fuera de la caja”. Obviamente, él siente debilidad por Snowdon, de quien destaca que haya sido capaz de mantener la relación con su ex cuñada (“Ella siempre le ha dado la bienvenida”), sin hacer ostentación de ello. “Sé que para él retratar a su majestad ha sido el mayor honor, pero jamás se pavonea de sus conexiones, es muy humilde”. Bolofo añade que en los dos años que trabajaron juntos solamente la mencionó una vez: “Cuando le llevé mi libro acabado y, tras mirarlo detenidamente, me dijo: ‘Me encanta, me gustaría mucho enseñárselo a la reina’”.
Snowdon está delicado de salud, por lo que es poco probable que vuelva a palacio. El peruano Mario Testino goza del favor de muchos Windsor y se perfila como el claro sustituto. Pero no es el único. Bolofo destaca la valentía de la soberana al haberse dejado retratar por Rankin, uno de los fotógrafos más rompedores del momento. “Eso demuestra que la monarquía está en contacto con lo que pasa hoy. Una fotografía anticuada hace que la monarquía parezca anticuada. Por eso es muy importante para ellos tener imágenes contemporáneas, al día: que las nuevas generaciones vean una foto de su reina y digan: ‘La queremos, es muy cool’”.
Pese a encabezar una de las instituciones más anticuadas del mundo, Isabel II aplica su legendaria tolerancia a las nuevas tendencias. Su majestad sabe muy bien que la imagen es importantísima y, con el mismo sentido del deber con el que lleva a cabo sus tareas de Estado, posa desde hace más de 80 años… ¿Es fotogénica? “Sí, muchísimo, siempre lo ha sido”, responde Bolofo. “Y siempre ha sido muy guapa, siempre. Realmente elegante”.
La Reina en la ceremonia de su Coronación, en junio de 1953. Cecil Beaton estaba entusiasmado por el encargo de inmortalizarla aquel día, que el fotógrafo describió de "magnificencia casi bizantina"
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