El País
El pasado día 27 de diciembre, en el palacio de las Cortes, una abrumadora mayoría de los diputados ovacionaba largamente al rey de España, que había acudido al Parlamento para inaugurar la X Legislatura. Aquel aplauso, que emocionó al Monarca, evidenciaba el apoyo de los representantes de la soberanía nacional tanto a la figura del Rey como a la institución que encarna. Sucedía en un momento en el que la imputación de diversos delitos al yerno de don Juan Carlos había merecido una fulminante reacción por parte de la Casa del Rey, que excluyó a Iñaki Urdangarin del protocolo de la misma, y provocado un explícito recordatorio por parte del Monarca de que absolutamente todos los ciudadanos son iguales ante la ley.
En efecto, que el yerno del Rey responda ante la justicia por el manejo de sus negocios privados demuestra que se encuentra tan sometido a los órganos jurisdiccionales como cualquier otro español. A raíz de estos sucesos, sin embargo, algunos han pretendido que la familia real se encuentra cuestionada por la opinión pública, pese a que la ovación parlamentaria así lo desmiente. Otros pretenden alimentar un debate sobre la jefatura del Estado que no es más que una contorsión intelectual y mediática que la sociedad española debe rechazar con toda contundencia. El Rey y su heredero encarnan la legitimidad constitucional de la Monarquía. Los hechos imputables al yerno del Monarca no tienen que ver con la forma de Estado que libremente fue asumida por los españoles durante la Transición política.
Averiguar lo que haya sucedido en el Instituto Nóos y en su entramado de empresas, en connivencia con los Gobiernos de Baleares y la Comunidad Valenciana, depende ahora de un proceso que se desarrolla en sede judicial, con los procedimientos y las garantías de la legislación española. La supuesta apropiación indebida de fondos públicos se habría llevado a cabo, además, al amparo de una entidad sin ánimo de lucro. Ello suscita un rechazo añadido en la opinión pública y someterá a los responsables, en cualquier caso, al juicio moral de la sociedad. Por lo mismo resulta inexcusable que el proceso continúe su curso, y nadie puede dudar del exigente celo, para algunos incluso excesivo, del juez instructor y de la fiscalía.
Un debate artificial
Pero solo la frivolidad, el populismo y el amarillismo periodístico, o la mezcla de los tres, permiten confundir la crítica que merece el comportamiento no ejemplar de Iñaki Urdangarin con un debate sobre el futuro de la Monarquía. Una conducta presuntamente irregular de aquel para nada significa una crisis de legitimidad en la jefatura del Estado, ni es admisible abrir una discusión ficticia sobre ello al hilo de las lucubraciones y cotilleos de la prensa rosa y los programas del corazón (que más bien parecen del hígado). Si algo ha quedado claro, por lo demás, en la maraña del caso Nóos es que el Rey ordenó hace años a su yerno que dejara los negocios privados.
España no necesita de un debate artificial sobre la jefatura del Estado, en un momento además en que todas las energías deben dirigirse a superar los desafíos que plantean el empobrecimiento general de nuestra economía, la tasa de desempleo más alta de Europa, la sequía del crédito (y la del campo) o el previsible deterioro del clima social. Prácticamente nadie duda hoy —y ese nadie incluye a los más relevantes republicanos de nuestra historia reciente— que el Rey y la Corona han rendido y seguirán prestando servicios impagables a la libertad de nuestros ciudadanos, a la democracia española, a su construcción y desarrollo y a su prestigio e influencia en la escena internacional. Vivimos en un país complejo, con una estructura territorial que no acaba de asentarse, en el que es preciso potenciar la solidez, el equilibrio y el prestigio de las instituciones.
Tratar de recusar nuestra forma de Estado al hilo de coyunturas como la que comentamos supone la impugnación del pacto en el que se fundaron las libertades tras la muerte del dictador. Necesitamos apoyar nuestras instituciones, no crearnos problemas que no tenemos, y abordar la solución de los muy graves que nos ocupan huyendo de teatrales escaramuzas que suscitan quienes andan al acecho para desestabilizar la democracia en su propio interés.
Necesaria modernización
Por último, es obvio que cualquiera que sea el desenlace del caso Urdangarin, nuestra Monarquía necesita modernizar sus pautas de funcionamiento, en las que la eficiente y arrolladora personalidad del Rey contrasta a veces con las rigideces y corsés, cuando no el oscurantismo, de quienes le adulan. El reciente nombramiento de un nuevo jefe de la Casa es una feliz oportunidad que ha de permitir avanzar en ese camino. Se requiere deslindar legalmente las responsabilidades de los miembros de la familia real y de los demás parientes del Monarca; es preciso establecer una protección jurídica adecuada para su heredero; hay que acentuar todavía más la transparencia de la institución y clarificar los comportamientos profesionales de los familiares del Rey, se beneficien o no de fondos públicos.
La competencia para definir y decidir todas estas cuestiones reside en las Cortes Generales, al igual que proponer una solución al viejo asunto pendiente de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona, vestigio constitucional de una época sobrepasada.
Don Juan Carlos renunció en su día a los poderes recibidos, devolvió la soberanía al pueblo español, impulsó el cambio hacia la democracia y la protegió y defendió de los golpistas. A los políticos corresponde definir ahora qué aspectos deberían actualizarse de una institución que ha rendido probados servicios a la ciudadanía, y de la que se espera el ejercicio moderador de su autoridad moral en estos tiempos de crisis e incertidumbre.
El pasado día 27 de diciembre, en el palacio de las Cortes, una abrumadora mayoría de los diputados ovacionaba largamente al rey de España, que había acudido al Parlamento para inaugurar la X Legislatura. Aquel aplauso, que emocionó al Monarca, evidenciaba el apoyo de los representantes de la soberanía nacional tanto a la figura del Rey como a la institución que encarna. Sucedía en un momento en el que la imputación de diversos delitos al yerno de don Juan Carlos había merecido una fulminante reacción por parte de la Casa del Rey, que excluyó a Iñaki Urdangarin del protocolo de la misma, y provocado un explícito recordatorio por parte del Monarca de que absolutamente todos los ciudadanos son iguales ante la ley.
En efecto, que el yerno del Rey responda ante la justicia por el manejo de sus negocios privados demuestra que se encuentra tan sometido a los órganos jurisdiccionales como cualquier otro español. A raíz de estos sucesos, sin embargo, algunos han pretendido que la familia real se encuentra cuestionada por la opinión pública, pese a que la ovación parlamentaria así lo desmiente. Otros pretenden alimentar un debate sobre la jefatura del Estado que no es más que una contorsión intelectual y mediática que la sociedad española debe rechazar con toda contundencia. El Rey y su heredero encarnan la legitimidad constitucional de la Monarquía. Los hechos imputables al yerno del Monarca no tienen que ver con la forma de Estado que libremente fue asumida por los españoles durante la Transición política.
Averiguar lo que haya sucedido en el Instituto Nóos y en su entramado de empresas, en connivencia con los Gobiernos de Baleares y la Comunidad Valenciana, depende ahora de un proceso que se desarrolla en sede judicial, con los procedimientos y las garantías de la legislación española. La supuesta apropiación indebida de fondos públicos se habría llevado a cabo, además, al amparo de una entidad sin ánimo de lucro. Ello suscita un rechazo añadido en la opinión pública y someterá a los responsables, en cualquier caso, al juicio moral de la sociedad. Por lo mismo resulta inexcusable que el proceso continúe su curso, y nadie puede dudar del exigente celo, para algunos incluso excesivo, del juez instructor y de la fiscalía.
Un debate artificial
Pero solo la frivolidad, el populismo y el amarillismo periodístico, o la mezcla de los tres, permiten confundir la crítica que merece el comportamiento no ejemplar de Iñaki Urdangarin con un debate sobre el futuro de la Monarquía. Una conducta presuntamente irregular de aquel para nada significa una crisis de legitimidad en la jefatura del Estado, ni es admisible abrir una discusión ficticia sobre ello al hilo de las lucubraciones y cotilleos de la prensa rosa y los programas del corazón (que más bien parecen del hígado). Si algo ha quedado claro, por lo demás, en la maraña del caso Nóos es que el Rey ordenó hace años a su yerno que dejara los negocios privados.
España no necesita de un debate artificial sobre la jefatura del Estado, en un momento además en que todas las energías deben dirigirse a superar los desafíos que plantean el empobrecimiento general de nuestra economía, la tasa de desempleo más alta de Europa, la sequía del crédito (y la del campo) o el previsible deterioro del clima social. Prácticamente nadie duda hoy —y ese nadie incluye a los más relevantes republicanos de nuestra historia reciente— que el Rey y la Corona han rendido y seguirán prestando servicios impagables a la libertad de nuestros ciudadanos, a la democracia española, a su construcción y desarrollo y a su prestigio e influencia en la escena internacional. Vivimos en un país complejo, con una estructura territorial que no acaba de asentarse, en el que es preciso potenciar la solidez, el equilibrio y el prestigio de las instituciones.
Tratar de recusar nuestra forma de Estado al hilo de coyunturas como la que comentamos supone la impugnación del pacto en el que se fundaron las libertades tras la muerte del dictador. Necesitamos apoyar nuestras instituciones, no crearnos problemas que no tenemos, y abordar la solución de los muy graves que nos ocupan huyendo de teatrales escaramuzas que suscitan quienes andan al acecho para desestabilizar la democracia en su propio interés.
Necesaria modernización
Por último, es obvio que cualquiera que sea el desenlace del caso Urdangarin, nuestra Monarquía necesita modernizar sus pautas de funcionamiento, en las que la eficiente y arrolladora personalidad del Rey contrasta a veces con las rigideces y corsés, cuando no el oscurantismo, de quienes le adulan. El reciente nombramiento de un nuevo jefe de la Casa es una feliz oportunidad que ha de permitir avanzar en ese camino. Se requiere deslindar legalmente las responsabilidades de los miembros de la familia real y de los demás parientes del Monarca; es preciso establecer una protección jurídica adecuada para su heredero; hay que acentuar todavía más la transparencia de la institución y clarificar los comportamientos profesionales de los familiares del Rey, se beneficien o no de fondos públicos.
La competencia para definir y decidir todas estas cuestiones reside en las Cortes Generales, al igual que proponer una solución al viejo asunto pendiente de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona, vestigio constitucional de una época sobrepasada.
Don Juan Carlos renunció en su día a los poderes recibidos, devolvió la soberanía al pueblo español, impulsó el cambio hacia la democracia y la protegió y defendió de los golpistas. A los políticos corresponde definir ahora qué aspectos deberían actualizarse de una institución que ha rendido probados servicios a la ciudadanía, y de la que se espera el ejercicio moderador de su autoridad moral en estos tiempos de crisis e incertidumbre.
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