JESÚS RODRÍGUEZ
EL PAÍS
Aquella mañana de marzo de 1963 en que Juan Carlos de Borbón subió de dos brincos los siete escalones de piedra que dan acceso al palacio de la Zarzuela vestido con un impecable traje a medida cortado por su sastre de siempre, Antonio Collado, cuyo importe había satisfecho (como era también habitual) su hombre de confianza, el marqués de Mondéjar, y cruzó el umbral de su nueva residencia, era un don nadie. No tenía rango, prestigio, fortuna ni ocupación. Estaba solo. De prestado. Apenas rodeado por un puñado de viejos militares preconciliares con título y de algunos, muy pocos, jóvenes oficiales con los que había convivido en las academias y a los que había conquistado siendo uno más entre ellos. Unos y otros serían los primeros hombres del rey. El embrión de su Casa. Algunos le servirían con lealtad monacal durante décadas y llegado el momento abandonarían el palacio sin hacer ruido. Siempre es así. Pero en 1963, Juan Carlos era aún para los españoles un príncipe nacido en el extranjero y recién casado con una princesa griega; primogénito del titular de los derechos históricos de la Corona; guapo, silencioso y de escasas luces, al que el artero generalísimo Franco estaba moldeando sin clarearse sobre el objetivo final de sus intenciones. ¿Llegaría Juan Carlos de Borbón a ser rey?
La Zarzuela, un palacete construido en el siglo XVII a las afueras de Madrid como pabellón de caza de los Borbones, perdido en las 16.000 herméticas hectáreas del monte de El Pardo, a diez minutos de la residencia del dictador, se iba a convertir en su hogar. El primer lugar digno de recibir ese nombre desde que descendió de un tren de vapor con diez años procedente de Estoril (la somnolienta villa portuguesa donde su padre, don Juan de Borbón, permanecía en el exilio desde 1946), como un huérfano dickensiano ungido para ser educado por el franquismo y llevar una vida errante de monje-soldado entre curas, espadones, monárquicos que le llamaban señor, palacios cedidos y escuelas militares. Oír, ver y, sobre todo, callar. Así transcurrió su infancia y juventud. Un severo aprendizaje. Los que le conocen dicen que en lo más profundo de su personalidad, el Rey, más allá de la campechanía que maneja con maestría, es un solitario tendente a la melancolía. Otros añaden que la dureza de aquella situación le dotó de una inteligencia y una astucia política muy superiores a las de los políticos de su generación (que conserva a sus 74 años).
Rodeado de encinas, venados y jabalíes, 120 especies de flora y 200 de fauna, el entonces llamado palacete de La Zarzuela era un aislado caserón de piedra y pizarra que el dictador había decidido fuera la residencia del joven matrimonio. Una especie de casa-cuartel (abajo, la parte administrativa; arriba, la vivienda), que había decorado la esposa de Franco, Carmen Polo, con cargo al Patrimonio Nacional, a base de un estilo relamido propio de las familias pudientes del Madrid de la época. Un aire que hoy conserva, con sus luces tamizadas, tonos crema, pesados tapices y alfombras, estanterías empotradas con libros encuadernados en piel que nadie hojea y profusión de relojes, fotografías y cuadros. En La Zarzuela, uno nunca tiene certeza de si el objeto que contempla es bueno o malo; una obra de arte inventariada por el Patrimonio Nacional (el propietario del palacio y de todos los bienes históricos que en tiempos constituyeron el patrimonio de los Reyes de España y que depende del Ministerio de la Presidencia) o el regalo made in China de algún ayuntamiento de la España profunda.
La Zarzuela era un lugar bello y crudo. Cerca y lejos de Madrid. En aquel espacio natural no vivía nadie más que ellos; trabajaba un mínimo servicio a cargo de la Guardia Civil (desde escribientes hasta cocineros), una pareja de inspectores como escolta, un par de destartalados coches cedidos por Presidencia como transporte, un conserje del Patrimonio Nacional vestido de pana y mosquetón al hombro en el único control de entrada (posteriormente le pusieron un telefonillo que contestaba el mismo príncipe Juan Carlos) y su mujer y su hija como cocinera y doncella. Pocos se aventuraban a visitar a los Príncipes, no estaba bien visto.
Sin embargo, ese aislamiento y escasez de medios facilitaba a la pareja vivir como una familia normal y renunciar a una corte palaciega. No había sitio. Ni más fondos que los que entregaba el almirante Carrero Blanco en mano en sobres sepia. Y además, la intimidad era la obsesión de doña Sofía, refractaria a tener la casa repleta de chambelanes, ayudantes y damas de compañía. Y menos aún a que nadie (nadie) se inmiscuyera en las interioridades de su matrimonio, la educación de sus hijos y la organización de su hogar (una filosofía que mantiene a machamartillo y es el primer mandamiento para todo fichaje que llegue a La Zarzuela).
Fueron años difíciles. Todo era incertidumbre. Se sentían vigilados. Había rumores de que la dictadura había instalado micrófonos en el inmueble aprovechando las obras de reconstrucción (el edificio había quedado destrozado durante la guerra) que se habían llevado a cabo entre abril y octubre de 1960. Los Príncipes aprendieron a ser discretos. La corona estaba en juego. Y, sobre todo, el sueño que Juan Carlos había heredado de su padre y era su programa político en la sombra: luchar por la reconciliación y ser un día "el rey de todos de los españoles".
Por encima de las intrigas políticas, La Zarzuela era su hogar. Aquella primera noche de marzo de 1963 se iluminaron las cuatro ventanas del primer piso del palacio. De vez en cuando, aún se las puede contemplar encendidas tras los visillos cuando cae la tarde. Son los aposentos de la familia. Una de las primeras cosas que hicieron Juan Carlos y Sofía fue plantar cedros, olmos y abetos en torno al descarnado paisaje e intentar dar al lugar un aire de familia burguesa con las bicicletas de los niños apoyadas en la fachada, flotadores de patito en la piscina, perros y un futbolín. Aquí crecerían sus tres hijos.
También crecería el palacio. Paso a paso, a medida que la posición política del Príncipe se iba afianzando, se irían creando nuevos edificios cuyo ritmo de construcción se aceleraría tras su llegada al trono en 1975. Hoy, el conjunto de La Zarzuela es un complejo puzle en el que se han ido solapando construcciones aprovechando los desniveles de los terrenos. Los edificios juancarlistas están perfectamente integrados en el entorno natural de El Pardo hasta el punto de ser invisibles para el visitante. Algunos están semienterrados y cubiertos de vegetación. En La Zarzuela, el único protagonista es el Rey; él es el Jefe del Estado, de la Corona y de la Familia. Y su residencia, el viejo palacio de la Zarzuela, el único edificio que destaca. Sobre su tejado ondea el estandarte azul con su escudo de armas. Es un símbolo.
En 1965 construyeron la ermita. Después, a partir de 1972, se añadirían dos alas al palacio original, una para uso de la familia (el pabellón privado), y en el otro extremo, el pabellón oficial, al que en La Zarzuela denominan Puerta de Cristales, donde, distribuidos en dos pisos, se encuentran los despachos de los Reyes y los Príncipes y sus respectivas secretarías. Más tarde, aprovechando la pérgola de piedra que rodeaba la piscina, se construirían una zona deportiva que alberga un gimnasio y una piscina cubierta. Las instalaciones se seguirían multiplicando con un pabellón de servicios, un pabellón de jardines, un sofisticado centro de comunicaciones (el Cecom), un acceso de visitantes por la carretera de El Pardo (Somontes), una construcción para el servicio de seguridad con galería de tiro, un cuerpo de guardia para albergar a los centinelas de la Guardia Real, un helipuerto con dos pistas, un picadero con cuadras, perreras, una planta solar, un comedor para los empleados (cuyo menú, a cargo de una contrata de confianza, es costeado a cargo del presupuesto de la casa) y, para terminar, la residencia del Príncipe, un inmueble con 1.771 metros útiles que costó al Patrimonio Nacional 4,23 millones de euros en 2002. Los iniciados mencionan además un búnker, una cámara acorazada y varios túneles que comunican el conjunto.
A esa infraestructura de la Casa del Rey se podría añadir un ala del palacio de Oriente, en el centro de Madrid, que acoge la estructura del Interventor de la Casa (Óscar Moreno, de 76 años) y del Cuarto Militar (que manda el teniente general Antonio de la Corte, de 62). Ya en El Pardo, están al servicio exclusivo del Rey los tres cuarteles de la Guardia Real, con 1.700 hombres y mujeres y un presupuesto anual de 45 millones; el cuartel de San Quintín de la Guardia Civil, puntal de la seguridad de la Casa (cuya ampliación ha costado al Ministerio del Interior 18 millones de euros) y la Delegación del Patrimonio Nacional (comunicado con La Zarzuela por caminos interiores) encargada del mantenimiento y la conservación.
Ese mismo crecimiento experimentó el equipo de Juan Carlos de Borbón. A la muerte de Franco, siete personas formaban parte de su núcleo duro; todos eran nobles, conservadores y militares, a excepción del diplomático José Joaquín Puig de la Bellacasa; se trataba del marqués de Mondéjar y el general Armada (condenado en 1983 a 30 años por su participación en el 23-F), jefe y secretario, respectivamente; Manuel Dávila, ayudante de campo; Juan Bautista Sánchez Bilbao, encargado de seguridad; el duque de la Victoria, responsable de la agenda, y Rafael Valenzuela, de la correspondencia. A este cogollo se sumaban tres ayudantes militares y media docena de administrativos de la Guardia Civil. Hoy, no menos de 500 personas trabajan en La Zarzuela organizadas en siete unidades dirigidas por funcionarios con categoría de director general; por encima de ellos, el jefe de la Casa, el secretario general y el jefe del Cuarto Militar. La organización castrense está bajo el mando de un civil: el jefe de la Casa, aunque los usos y costumbres militares siguen dominando La Zarzuela.
En noviembre de 1975, Juan Carlos de Borbón, el inquilino de aquel austero palacete al que durante más de una década nadie visitaba, se convertía en Rey de España; su residencia, en la sede de la Jefatura del Estado, y aquel tiempo de la inocencia, en un capítulo desconocido de nuestra historia. Han pasado 36 años. La biografía del rey Juan Carlos es la del éxito. Desde la promulgación de la Constitución de 1978, que afirmaba en su artículo primero: "La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria", ha sido un ejemplar monarca democrático que reina pero no gobierna. Un árbitro y un moderador. Un símbolo. El Rey de todos. Dicen que cuando se cerró el pacto constitucional profirió con su habitual gracejo: "Me han legalizao". Ese día, la Constitución se convirtió en su compañera de viaje. En su sostén y su escudo. Le otorgaba, por ejemplo, total independencia en la gestión de su Casa, mediante un par de afirmaciones contundentes. La primera: "El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su familia y Casa, y distribuye libremente la misma". La segunda: "El Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su Casa". En 1982, una nueva Ley del Patrimonio Nacional reforzaba su posición en La Zarzuela y los otros reales sitios (como el palacio de Marivent, en Mallorca), en su primer artículo: "Tienen la calificación jurídica de bienes del Patrimonio Nacional los de titularidad del Estado afectados al uso y servicio del Rey y los miembros de la real familia para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen".
Con la Constitución de 1978, Juan Carlos de Borbón renunciaba a los poderes absolutos que le había legado Franco (la encarnación de la soberanía nacional, el mando efectivo de las Fuerzas Armadas, la participación activa en los Consejos de Ministros, el nombramiento directo de cargos del Estado, el veto a las leyes o la posibilidad de dictar decretos leyes) y conseguía a cambio el referendo y apoyo de los ciudadanos y del Parlamento en un país que no era monárquico. La combinación de ambos es la clave de la subsistencia de una moderna monarquía parlamentaria, según un estudio titulado Monarchies as corporate brands, del profesor británico John M. T. Balmer, que me recomendó la princesa Letizia mientras miles de personas se abalanzaban sobre ella y el Príncipe en la inauguración de Fitur. Según el profesor Balmer, de perder uno de dos apoyos, el de los ciudadanos o el del legislativo, como resultado de un deterioro en la reputación y el prestigio de la institución monárquica, la Corona estaría perdida. Por tanto, la primera labor de la Casa debe ser conservar el prestigio de la institución; que los ciudadanos la consideren útil; que nada empañe su imagen.
La popularidad del Rey sigue siendo muy alta, y su prestigio en el exterior, incuestionable. A lo largo de estos años, el Rey ha desarrollado una impresionante red de contactos que le proporcionan, según afirman sus íntimos, "la mejor agenda del planeta". "El Rey recibe todos los días en La Zarzuela a mucha gente al margen de sus audiencias oficiales. No solo ve semanalmente al presidente y a los ministros (especialmente los de Exteriores y Defensa), que le proporcionan toda la información antes que a nadie; es que además te puedes encontrar bajando por la escalera de su despacho al presidente de un gran banco, al director del CNI o al director de un periódico. Ha conocido a todos los presidentes de Estados Unidos y mantiene una línea directa y casi familiar con todas las monarquías árabes y europeas y con todos los presidentes de América Latina. El Rey abre puertas. Su intervención ha sido definitiva para que España consiguiera el contrato del tren de alta velocidad La Meca-Medina. Eso no lo logra ni Sarkozy".
Su papel en el nacimiento y la consolidación de la democracia ha sido crucial. No la trajo él solo, pero sin su determinación, su impulso y olfato (que, según presume, es sugran herramienta política) no habría sido posible el tránsito de una forma tan rápida e irreversible. "La legitimidad democrática es su gran activo, y en eso nadie tiene dudas", explica una persona cercana a la Casa. "En ese sentido, el Rey ha mantenido durante muchos años un pacto de complicidad con los políticos y los medios de comunicación. Todos marchaban por el mismo camino con el objetivo de consolidar la democracia. Y en ese escenario no iban a sacar nada que pudiera perjudicar a la Corona porque podía volverse en contra de la democracia. Eso se acabó. La democracia se consolidó. Y se abrió la veda. Y en La Zarzuela no se ha reaccionado con la suficiente rapidez ante los nuevos tiempos. Les toca aprender a gestionar la Corona como una institución moderna del Estado y ponerla al día, pero sin cargarse la magia que la envuelve. Es la cuadratura del círculo".
Todos esos acontecimientos desfilan por mi cabeza mientras el coche oficial de La Zarzuela recorre los cinco kilómetros que separan el control de seguridad de Somontes del palacio. En esta carretera estrecha y sinuosa, en la que en la época de berrea te puedes encontrar un ciervo de frente, se mató en agosto de 1971 el primer civil que accedió al entorno profesional del príncipe Juan Carlos. Se llamaba Jacobo Cano, era su amigo, de su edad, un profesional inteligente de una derecha civilizada que estaba destinado a crear la moderna infraestructura del futuro rey. Fue una ocasión perdida para desmilitarizar el entorno del Rey. Años más tarde, también perdió aquí la vida un conductor de la Casa. El chófer que me han enviado no cree en las maldiciones a juzgar por la velocidad a la que conduce.
Días antes de mi primera visita a las tripas de La Zarzuela, un antiguo ejecutivo de la Casa me advirtió que la Jefatura del Estado se parece más "al Vaticano que a la Casa Blanca; es más barroca; hay una gran inercia; las decisiones se dilatan; el decenio es la unidad de medida del tiempo; las relaciones de la gente de allí dentro se basan en la fidelidad y la discreción. Tienes que renunciar a todo protagonismo. El trabajo de la gente de la Casa es apoyar al Rey, pero nunca protagonizar, y menos aún hacer política ni expresar opiniones. El funcionario de La Zarzuela tiene miedo, porque los de fuera ven en él a alguien que por su cercanía al Rey está hablando en su nombre y, excepto en el caso del jefe de la Casa cuando el Rey se lo encarga, no es así. Eso te lleva al secretismo, a que te vayas zarzuelizando. No compartes lo que ves y oyes ni con tu familia. Por eso, los que se van sufren lo que yo defino como un síndrome de Estocolmo".
Otro exmiembro del staff continúa: "Como todos somos funcionarios del Estado, que nos llamen para trabajar con el Rey es el mayor honor que podemos recibir. No te puedes negar. Nadie dice que no, aunque cobres la mitad que en una embajada o en la empresa privada. ¿Cuánto? En La Zarzuela, un director general gana 90.000 euros al año. Pero como estás educado en la jerarquía y el servicio público, trabajar para la Jefatura del Estado es el mayor halago que puedes recibir. Supone estar cerca del Rey. Y estar con el Rey supone formar parte de un observatorio único; estar en relación con todos los poderes y los líderes del mundo, desde Obama hasta el Papa. Eres respetado entre los altos funcionarios del Estado. Llegas a cualquier lado con el Rey y tomas el mando, sea en protocolo o en seguridad; nadie rechista. La gente se tira años. Todo es muy endogámico: el número dos de cada unidad hereda la silla del número uno. Es muy raro que entre gente de fuera. El problema llega a la hora de marcharte; no puedes decirle al Rey que le dejas aunque estés harto o cansado, sería un desaire; no te vas hasta que te echan, y cuando te echan, te sienta fatal porque piensas: '¿Les habré defraudado?'. A algunos les queda la sensación de que los han exprimido y luego tirado a la papelera".
El palacio de la Zarzuela es un lugar peculiar. Otra clave de su naturaleza la proporciona una fuente cercana a su engranaje: "La Zarzuela no solo acoge a la Jefatura del Estado, también a una familia. Todo bajo el mismo techo. No hay que olvidar que la plantilla de La Zarzuela trabaja por ley para el Jefe del Estado, para la institución monárquica y para la familia". Otro exmiembro de la Casa incide en esa idea: "Cuando trabajas allí tienes que saber diferenciar lo que es la Jefatura del Estado de lo que es la familia; son dos mundos que se cruzan, y tu habilidad consiste en intuir y comprender esa división. Y, desde luego, es más complicado servir a la familia que a la Jefatura del Estado. En una República, el yerno del presidente no pinta nada; pero aquí hay una familia que provee a España de jefes de Estado a la que hay que cuidar y apoyar. En La Zarzuela conviven asuntos institucionales y asuntos familiares. Y si no sabes separar, estás perdido, porque en La Zarzuela se entrecruzan temas racionales y temas irracionales. No conviene cruzar la frontera invisible que separa la Jefatura del Estado de la familia".
En realidad, la frontera está clara. El primer edificio que surge entre los árboles mientras nos acercamos al palacio es la residencia del príncipe Felipe, elevada sobre un promontorio, a un kilómetro del palacio y con su propio perímetro de seguridad. Tras cruzar el puente de piedra sobre el arroyo Trofa, vigilado por un pelotón de guardias reales que se cuadran mecánicamente, se sube por un camino asfaltado que se bifurca. El que asciende, termina en el palacio; en el sanctasanctórum. Por el otro camino se accede al edificio de Magnolias, un inmueble largo y estrecho de una planta y ladrillo rojo donde está concentrado el grueso del equipo de asesoramiento y apoyo al Rey.
En 1987, cuando La Zarzuela reventaba por sus costuras, se iniciaron las mayores obras de ampliación. Aprovechando un desnivel del terreno en las traseras del palacio, en las antiguas huertas, el arquitecto de cabecera de los Reyes desde 1976, Manuel del Río, proyectó esta construcción que cuenta con una planta de 2.600 metros cuadrados y un sótano de 1.500. Sus obras costaron al Patrimonio seis millones de euros de la época. Es el Ala oeste del Rey. Aquí están las personas que se ocupan de su relación con los poderes del Estado, su representación internacional, su proyección pública, sus discursos y la planificación, coordinación y realización del total de 400 actos a los que el Rey y el Príncipe asistieron en 2011.
Las 11 personas que ocupan los puestos clave en la Jefatura del Estado son hombres y con una edad media de 60 años; la mayoría lleva más de 15 junto al Monarca; todos son funcionarios de carrera (a excepción del director de comunicación, el periodista Javier Ayuso). Cinco son militares (de ellos, cuatro generales), tres diplomáticos, uno abogado del Estado y otro interventor del Estado.
El edificio de Magnolias no es nada del otro mundo, pero desde el momento en que un joven guardia real de chaquetilla blanca abre la puerta del coche con ceremonia y te introduces en esa atmósfera amplia, silenciosa, ceremoniosa e impecable, inodora, incolora e insípida, en la que todo brilla y las escasas presencias son siluetas de impecable traje oscuro que hablan a media voz, te das cuenta de que es un lugar diferente. El edificio cuenta con dos alas, funcionales, ochenteras y pintadas en tonos crema. El sótano alberga el archivo de la Casa y parte de la unidad de protocolo. Hay un par de salas de reuniones; en la más grande se reúnen los directores con el jefe de la Casa una vez por semana. En el ala de la derecha, el primer despacho es el del jefe, Rafael Spottorno; es el más ceremonioso, una copia a escala de la oficina del Rey. A continuación, los de la unidad de protocolo (que dirige Cándido Creis, de 46 años, un diplomático escurridizo como una anguila que ya trabajó en la Casa entre 1996 y 2001 y acaba de volver a la Casa) y de la unidad de comunicación; son espacios limpios, ordenados, repletos de papeles y con un mobiliario de oficina que remite a Cuéntame. En comunicación se trabaja a toda máquina en la creación de la nueva web 2.0, pagada por el Ministerio de la Presidencia, con la que pretenden que la Casa tenga un contacto interactivo con los ciudadanos. Un funcionario de esa unidad se encarga del seguimiento de las redes sociales (otro de los frentes que más preocupan y menos controlan en La Zarzuela). El pasillo concluye en unos baños liliputienses. Si se quiere un café, hay una máquina de monedas.
La otra ala alberga el despacho del secretario general de la Casa, el número dos, Alfonso Sanz Portolés, un diplomático de 57 años que lleva 19 en La Zarzuela y se encarga de que todo funcione; y a continuación, las oficinas del estratégico gabinete de coordinación y planificación, que controla, entre otras cosas, la agenda. Al frente está el general de la Guardia Civil Domingo Martínez Palomo, de 54 años; un tipo afable, calvo y robusto, licenciado en Derecho y con un máster por el IESE, que es el cerebro organizativo de la Casa. Es el único director que asiste a la reunión mensual de la familia (los Reyes, los Príncipes y las Infantas) con el jefe y el secretario general, en un espacio junto al despacho del Rey, para decidir, entre otras cosas, a qué actos se va y quién de la familia va. Palomo llegó a La Zarzuela siendo un joven oficial de la escolta; formó parte del equipo de protección del príncipe Felipe; desde 1996 es jefe del gabinete. Las dos únicas mujeres que ocupan puestos en los siguientes niveles del organigrama son diplomáticas; una es la número dos de Palomo, María Sáenz de Heredia; la otra, Ángeles García Loza, adjunta a la jefatura de protocolo.
El edificio de Magnolias, estrecho y excavado en la roca, se comunica con la zona noble del palacio de la Zarzuela por un largo túnel blanco, inquietante y limpio como una patena, que el Rey ha decorado con un centenar de caricaturas que le han hecho durante estos años (y de las que se siente especialmente orgulloso); al otro lado ha situado su bella colección de maquetas de barcos de época. El ambiente se completa con regalos que ha recibido de deportistas, desde una camiseta dedicada de Pau Gasol y otra firmada por los jugadores del Mundial de fútbol hasta recuerdos de la Copa Davis o los cascos autografiados de Jorge Lorenzo, Toni Elías y Marc Márquez.
Otros dos directores de la Casa, el jefe de la Secretaría del Príncipe, el abogado del Estado Jaime Alfonsín, de 55 años, que comenzó a trabajar con el heredero en 1995, cuando este concluyó sus estudios en Estados Unidos, y el jefe de la Secretaría de la Reina, el teniente general José Cabrera, de 68, que llegó a La Zarzuela en 1987 y está al lado de doña Sofía desde 1991, tienen sus despachos junto a los del heredero y de la Reina, en el edificio pegado al palacio. Allí también se encuentra el despacho de los ayudantes de campo del Rey y del Príncipe. El Rey tiene nueve, y el Príncipe, cuatro. El jefe de la unidad de administración, infraestructura y servicios, el coronel de Ingenieros Isaías Peral, de 58 años, que lleva 25 años destinado en la Casa, tiene su despacho en el vital centro de comunicaciones (el Rey exige estar comunicado e informado esté donde esté), y el jefe de seguridad, el general de Infantería Manuel Barrós, de 57 años, en el opaco edificio de su servicio adyacente al anterior.
Barrós es el empleado de La Zarzuela más alérgico a las fotos; un gallego adusto, enjuto y con pinta de sabueso, que llegó al palacio como oficial de escolta hace más de 20 años y hoy se encarga de la protección del Rey y de la familia. Su apretón de manos es mortal. Durante 10 años fue el adjunto del anterior jefe de seguridad, el general Guillermo (Willy) Quintana Lacaci (hijo del general que paró el 23-F en Madrid y fue asesinado por ETA). Tras la marcha de este en 1999, fue nombrado responsable del servicio.
El servicio de seguridad del Rey es uno de los grandes secretos de Estado. Ni las altas esferas del Ministerio del Interior conocen su funcionamiento. Está formado por alrededor de 300 personas al mando de 10 adjuntos del general Barrós. Su segundo es un coronel de Infantería, de 51 años. Los militares siempre han controlado la seguridad del Rey. Por debajo hay un comisario, tres jefes de la Guardia Civil asignados al Príncipe (llevan a su lado toda su carrera) y otro coronel del instituto armado como responsable de la seguridad de la Reina.
Por encima de sus medios humanos y materiales, el poder del servicio de seguridad de la Casa reside (por ley) en su capacidad de solicitar tantas fuerzas de seguridad del Estado como sean necesarias para proteger al Rey. Lo explica un antiguo responsable: "El jefe de seguridad de la Casa cuenta con todos los resortes de la seguridad del Estado; los puede requerir, coordinar y es el director operativo sobre el terreno. Puede pedir un helicóptero, cortar un barrio, registrar las cloacas o solicitar un par de UVI móvil. La seguridad de la Casa fue fácil hasta que los niños se hicieron mayores. Luego, cada uno empezó a hacer su vida, a salir, a viajar; se casaron y tuvieron hijos. Estar hoy destinado en seguridad es someterte a un estado de nervios permanente".
El único 'señor' de todo el entramado de La Zarzuela es el Rey. Aquí no hay número dos, ni siquiera el Príncipe, aunque maneje toda la información y participe en la toma de decisiones. Manda el Rey. Sus hombres le conocen como el jefe; sus hijos, como el patrón. Controla cada paso que se da en La Zarzuela. No es un jefe complaciente. Tiene un carácter temible. "A veces no es tanto la bronca que te echa como esa mirada regia de reproche", explica un exmiembro de la Casa. Un mal genio que se ha agudizado en los últimos tiempos tras tres operaciones quirúrgicas y el tsunami Urdangarin. "Se cabrea, aunque luego lo soluciona enseguida con una broma y un abrazo que te derrite".
El Rey es el veterano del lugar. El más viejo. Sus cómplices de los primeros tiempos de La Zarzuela se jubilaron hace años. Se ha ido quedando solo. Rodeado de gente más joven. Sigue mandando. Todos tienen claro que morirá con las botas puestas. Que será el Rey hasta el final. Por eso no fue una sorpresa que a finales del año pasado llamara a su lado como responsable de la Casa a Rafael Spottorno, de 67 años, un diplomático que ya trabajó en La Zarzuela como número dos entre 1993 y 2002; un hombre del Rey, de su generación y estilo; sin perfil político, florentino, inteligente, resolutivo y con la enorme ventaja de que ha estado nueve años fuera de La Zarzuela, en la empresa privada (era director de la Fundación Caja Madrid). "Rafa se ha ventilado fuera y vuelve con ideas nuevas", me dice un cercano.
Spottorno es la sombra del Rey, su consejero, su pararrayos; el hombre que ficha y firma los contratos, coordina la petición de información a los ministerios, prepara sus discursos y consensúa su relación con la Presidencia del Gobierno. "Esa función es vertebral en el funcionamiento de la Corona, ya que tanto el Rey como el presidente cuentan con su legitimidad y tienen que convivir sin entrar en territorio del otro", explica un miembro de la Casa. "De la buena relación del Rey con el presidente depende el papel de este en la vida pública. No es solo que se lleven mejor o peor, es que el presidente puede borrar del mapa al Rey o, por el contrario, darle un papel relevante, sobre todo a nivel internacional. Y lo mismo pasa con sus discursos. Y en ese encaje de bolillos La Moncloa-La Zarzuela es imprescindible el trabajo del jefe de la Casa".
A finales del pasado mes de agosto, el Rey citó a Spottorno en Marivent para decirle que le iba a nombrar jefe de su Casa. Spottorno tenía las ideas claras. Su programa de gobierno se basaba en la modernización, profesionalización y transparencia informativa de la Jefatura del Estado; su gestión como otra institución y el refuerzo del papel político y la presencia pública del Príncipe. Además, sobrevolaban otras tres iniciativas que ya se habían contemplado en el mandato de su antecesor, Alberto Aza, y se habían congelado sine die: el desglose del presupuesto de gastos de la Casa (8,4 millones de euros), la concreción de un código de conducta sobre los regalos que se reciben en La Zarzuela y la paulatina desaparición de las Infantas de las ceremonias del Estado. Una persona cercana a la Casa explica esa última iniciativa: "Parecía lógico que fueran apartándose a un segundo plano teniendo en cuenta el precedente de las hermanas del Rey, las infantas Pilar y Margarita, que llevan una vida privada y ausente de la Jefatura del Estado; lo normal es que con Felipe VI sea lo mismo en su día cuando llegue al trono, y era el momento de empezar. En cuanto a las cuentas, había una demanda entre la ciudadanía que había que satisfacer. Y el Rey y el Príncipe estaban conformes en hacerlo".
Spottorno tomó posesión el 30 de septiembre; su presentación en sociedad fue en el desfile del 12 de octubre; dos días más tarde, el viernes 14, se reunía con todos los directores en Magnolias, les explicaba su hoja de ruta y animaba a que participaran en una tormenta de ideas sobre las potencialidades y debilidades de la Corona. Les anunció que quería hacer públicas las cuentas. Al final de la reunión se decidió estudiar cuándo y cómo. Iba a ser antes de lo que se imaginaban. Tres semanas más tarde estallaba el caso Urdangarin, con el registro judicial de la sede en Barcelona del Instituto Nóos, que había presidido el yerno del Rey. A partir de aquel 8 de noviembre, los medios de comunicación se lanzaron a informar de las irregularidades del marido de la infanta Cristina. El asunto se desbordaba. Llevaba seis años larvándose. Estaba dañando el prestigio de la Corona. Había que hacer algo. El Rey y el Príncipe se reunieron con Spottorno, y el nuevo jefe sentenció que había llegado el momento de recobrar la iniciativa siendo transparentes con las cuentas y crítico con los negocios de Urdangarin. El Rey y el Príncipe aceptaron. "La Casa buscaba provocar dos efectos: uno, demostrar que se estaban adaptando a los tiempos, y otro, que Urdangarin nunca había recibido dinero de la Casa", explica alguien que conoció el proceso. El 12 de diciembre, Spottorno convocaba a los medios en la sala de reuniones de Magnolias y daba un golpe de efecto anunciando que las cuentas se harían públicas inmediatamente; iba más allá, descalificaba a Urdangarin, definiendo su comportamiento como "poco ejemplar" y excluyéndole de la agenda de La Zarzuela. Iba incluso mucho más allá al afirmar que en cuanto a la Infanta, "ya se vería". El 28 de diciembre se presentaban las cuentas. Después de 30 años de penumbra, la opinión pública tenía por fin conciencia de lo que ganaba el Rey: 292.752 euros al año; el Príncipe, la mitad, y las mujeres de la Casa (la Reina, la Princesa y las Infantas), 375.000 euros a repartir. El Rey, el Príncipe y Spottorno habían logrado contener el primer foco del incendio. El futuro dirá si quedaban rescoldos.
La Zarzuela, un palacete construido en el siglo XVII a las afueras de Madrid como pabellón de caza de los Borbones, perdido en las 16.000 herméticas hectáreas del monte de El Pardo, a diez minutos de la residencia del dictador, se iba a convertir en su hogar. El primer lugar digno de recibir ese nombre desde que descendió de un tren de vapor con diez años procedente de Estoril (la somnolienta villa portuguesa donde su padre, don Juan de Borbón, permanecía en el exilio desde 1946), como un huérfano dickensiano ungido para ser educado por el franquismo y llevar una vida errante de monje-soldado entre curas, espadones, monárquicos que le llamaban señor, palacios cedidos y escuelas militares. Oír, ver y, sobre todo, callar. Así transcurrió su infancia y juventud. Un severo aprendizaje. Los que le conocen dicen que en lo más profundo de su personalidad, el Rey, más allá de la campechanía que maneja con maestría, es un solitario tendente a la melancolía. Otros añaden que la dureza de aquella situación le dotó de una inteligencia y una astucia política muy superiores a las de los políticos de su generación (que conserva a sus 74 años).
Rodeado de encinas, venados y jabalíes, 120 especies de flora y 200 de fauna, el entonces llamado palacete de La Zarzuela era un aislado caserón de piedra y pizarra que el dictador había decidido fuera la residencia del joven matrimonio. Una especie de casa-cuartel (abajo, la parte administrativa; arriba, la vivienda), que había decorado la esposa de Franco, Carmen Polo, con cargo al Patrimonio Nacional, a base de un estilo relamido propio de las familias pudientes del Madrid de la época. Un aire que hoy conserva, con sus luces tamizadas, tonos crema, pesados tapices y alfombras, estanterías empotradas con libros encuadernados en piel que nadie hojea y profusión de relojes, fotografías y cuadros. En La Zarzuela, uno nunca tiene certeza de si el objeto que contempla es bueno o malo; una obra de arte inventariada por el Patrimonio Nacional (el propietario del palacio y de todos los bienes históricos que en tiempos constituyeron el patrimonio de los Reyes de España y que depende del Ministerio de la Presidencia) o el regalo made in China de algún ayuntamiento de la España profunda.
La Zarzuela era un lugar bello y crudo. Cerca y lejos de Madrid. En aquel espacio natural no vivía nadie más que ellos; trabajaba un mínimo servicio a cargo de la Guardia Civil (desde escribientes hasta cocineros), una pareja de inspectores como escolta, un par de destartalados coches cedidos por Presidencia como transporte, un conserje del Patrimonio Nacional vestido de pana y mosquetón al hombro en el único control de entrada (posteriormente le pusieron un telefonillo que contestaba el mismo príncipe Juan Carlos) y su mujer y su hija como cocinera y doncella. Pocos se aventuraban a visitar a los Príncipes, no estaba bien visto.
Sin embargo, ese aislamiento y escasez de medios facilitaba a la pareja vivir como una familia normal y renunciar a una corte palaciega. No había sitio. Ni más fondos que los que entregaba el almirante Carrero Blanco en mano en sobres sepia. Y además, la intimidad era la obsesión de doña Sofía, refractaria a tener la casa repleta de chambelanes, ayudantes y damas de compañía. Y menos aún a que nadie (nadie) se inmiscuyera en las interioridades de su matrimonio, la educación de sus hijos y la organización de su hogar (una filosofía que mantiene a machamartillo y es el primer mandamiento para todo fichaje que llegue a La Zarzuela).
Fueron años difíciles. Todo era incertidumbre. Se sentían vigilados. Había rumores de que la dictadura había instalado micrófonos en el inmueble aprovechando las obras de reconstrucción (el edificio había quedado destrozado durante la guerra) que se habían llevado a cabo entre abril y octubre de 1960. Los Príncipes aprendieron a ser discretos. La corona estaba en juego. Y, sobre todo, el sueño que Juan Carlos había heredado de su padre y era su programa político en la sombra: luchar por la reconciliación y ser un día "el rey de todos de los españoles".
Por encima de las intrigas políticas, La Zarzuela era su hogar. Aquella primera noche de marzo de 1963 se iluminaron las cuatro ventanas del primer piso del palacio. De vez en cuando, aún se las puede contemplar encendidas tras los visillos cuando cae la tarde. Son los aposentos de la familia. Una de las primeras cosas que hicieron Juan Carlos y Sofía fue plantar cedros, olmos y abetos en torno al descarnado paisaje e intentar dar al lugar un aire de familia burguesa con las bicicletas de los niños apoyadas en la fachada, flotadores de patito en la piscina, perros y un futbolín. Aquí crecerían sus tres hijos.
También crecería el palacio. Paso a paso, a medida que la posición política del Príncipe se iba afianzando, se irían creando nuevos edificios cuyo ritmo de construcción se aceleraría tras su llegada al trono en 1975. Hoy, el conjunto de La Zarzuela es un complejo puzle en el que se han ido solapando construcciones aprovechando los desniveles de los terrenos. Los edificios juancarlistas están perfectamente integrados en el entorno natural de El Pardo hasta el punto de ser invisibles para el visitante. Algunos están semienterrados y cubiertos de vegetación. En La Zarzuela, el único protagonista es el Rey; él es el Jefe del Estado, de la Corona y de la Familia. Y su residencia, el viejo palacio de la Zarzuela, el único edificio que destaca. Sobre su tejado ondea el estandarte azul con su escudo de armas. Es un símbolo.
En 1965 construyeron la ermita. Después, a partir de 1972, se añadirían dos alas al palacio original, una para uso de la familia (el pabellón privado), y en el otro extremo, el pabellón oficial, al que en La Zarzuela denominan Puerta de Cristales, donde, distribuidos en dos pisos, se encuentran los despachos de los Reyes y los Príncipes y sus respectivas secretarías. Más tarde, aprovechando la pérgola de piedra que rodeaba la piscina, se construirían una zona deportiva que alberga un gimnasio y una piscina cubierta. Las instalaciones se seguirían multiplicando con un pabellón de servicios, un pabellón de jardines, un sofisticado centro de comunicaciones (el Cecom), un acceso de visitantes por la carretera de El Pardo (Somontes), una construcción para el servicio de seguridad con galería de tiro, un cuerpo de guardia para albergar a los centinelas de la Guardia Real, un helipuerto con dos pistas, un picadero con cuadras, perreras, una planta solar, un comedor para los empleados (cuyo menú, a cargo de una contrata de confianza, es costeado a cargo del presupuesto de la casa) y, para terminar, la residencia del Príncipe, un inmueble con 1.771 metros útiles que costó al Patrimonio Nacional 4,23 millones de euros en 2002. Los iniciados mencionan además un búnker, una cámara acorazada y varios túneles que comunican el conjunto.
A esa infraestructura de la Casa del Rey se podría añadir un ala del palacio de Oriente, en el centro de Madrid, que acoge la estructura del Interventor de la Casa (Óscar Moreno, de 76 años) y del Cuarto Militar (que manda el teniente general Antonio de la Corte, de 62). Ya en El Pardo, están al servicio exclusivo del Rey los tres cuarteles de la Guardia Real, con 1.700 hombres y mujeres y un presupuesto anual de 45 millones; el cuartel de San Quintín de la Guardia Civil, puntal de la seguridad de la Casa (cuya ampliación ha costado al Ministerio del Interior 18 millones de euros) y la Delegación del Patrimonio Nacional (comunicado con La Zarzuela por caminos interiores) encargada del mantenimiento y la conservación.
Ese mismo crecimiento experimentó el equipo de Juan Carlos de Borbón. A la muerte de Franco, siete personas formaban parte de su núcleo duro; todos eran nobles, conservadores y militares, a excepción del diplomático José Joaquín Puig de la Bellacasa; se trataba del marqués de Mondéjar y el general Armada (condenado en 1983 a 30 años por su participación en el 23-F), jefe y secretario, respectivamente; Manuel Dávila, ayudante de campo; Juan Bautista Sánchez Bilbao, encargado de seguridad; el duque de la Victoria, responsable de la agenda, y Rafael Valenzuela, de la correspondencia. A este cogollo se sumaban tres ayudantes militares y media docena de administrativos de la Guardia Civil. Hoy, no menos de 500 personas trabajan en La Zarzuela organizadas en siete unidades dirigidas por funcionarios con categoría de director general; por encima de ellos, el jefe de la Casa, el secretario general y el jefe del Cuarto Militar. La organización castrense está bajo el mando de un civil: el jefe de la Casa, aunque los usos y costumbres militares siguen dominando La Zarzuela.
En noviembre de 1975, Juan Carlos de Borbón, el inquilino de aquel austero palacete al que durante más de una década nadie visitaba, se convertía en Rey de España; su residencia, en la sede de la Jefatura del Estado, y aquel tiempo de la inocencia, en un capítulo desconocido de nuestra historia. Han pasado 36 años. La biografía del rey Juan Carlos es la del éxito. Desde la promulgación de la Constitución de 1978, que afirmaba en su artículo primero: "La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria", ha sido un ejemplar monarca democrático que reina pero no gobierna. Un árbitro y un moderador. Un símbolo. El Rey de todos. Dicen que cuando se cerró el pacto constitucional profirió con su habitual gracejo: "Me han legalizao". Ese día, la Constitución se convirtió en su compañera de viaje. En su sostén y su escudo. Le otorgaba, por ejemplo, total independencia en la gestión de su Casa, mediante un par de afirmaciones contundentes. La primera: "El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su familia y Casa, y distribuye libremente la misma". La segunda: "El Rey nombra y releva libremente a los miembros civiles y militares de su Casa". En 1982, una nueva Ley del Patrimonio Nacional reforzaba su posición en La Zarzuela y los otros reales sitios (como el palacio de Marivent, en Mallorca), en su primer artículo: "Tienen la calificación jurídica de bienes del Patrimonio Nacional los de titularidad del Estado afectados al uso y servicio del Rey y los miembros de la real familia para el ejercicio de la alta representación que la Constitución y las leyes les atribuyen".
Con la Constitución de 1978, Juan Carlos de Borbón renunciaba a los poderes absolutos que le había legado Franco (la encarnación de la soberanía nacional, el mando efectivo de las Fuerzas Armadas, la participación activa en los Consejos de Ministros, el nombramiento directo de cargos del Estado, el veto a las leyes o la posibilidad de dictar decretos leyes) y conseguía a cambio el referendo y apoyo de los ciudadanos y del Parlamento en un país que no era monárquico. La combinación de ambos es la clave de la subsistencia de una moderna monarquía parlamentaria, según un estudio titulado Monarchies as corporate brands, del profesor británico John M. T. Balmer, que me recomendó la princesa Letizia mientras miles de personas se abalanzaban sobre ella y el Príncipe en la inauguración de Fitur. Según el profesor Balmer, de perder uno de dos apoyos, el de los ciudadanos o el del legislativo, como resultado de un deterioro en la reputación y el prestigio de la institución monárquica, la Corona estaría perdida. Por tanto, la primera labor de la Casa debe ser conservar el prestigio de la institución; que los ciudadanos la consideren útil; que nada empañe su imagen.
La popularidad del Rey sigue siendo muy alta, y su prestigio en el exterior, incuestionable. A lo largo de estos años, el Rey ha desarrollado una impresionante red de contactos que le proporcionan, según afirman sus íntimos, "la mejor agenda del planeta". "El Rey recibe todos los días en La Zarzuela a mucha gente al margen de sus audiencias oficiales. No solo ve semanalmente al presidente y a los ministros (especialmente los de Exteriores y Defensa), que le proporcionan toda la información antes que a nadie; es que además te puedes encontrar bajando por la escalera de su despacho al presidente de un gran banco, al director del CNI o al director de un periódico. Ha conocido a todos los presidentes de Estados Unidos y mantiene una línea directa y casi familiar con todas las monarquías árabes y europeas y con todos los presidentes de América Latina. El Rey abre puertas. Su intervención ha sido definitiva para que España consiguiera el contrato del tren de alta velocidad La Meca-Medina. Eso no lo logra ni Sarkozy".
Su papel en el nacimiento y la consolidación de la democracia ha sido crucial. No la trajo él solo, pero sin su determinación, su impulso y olfato (que, según presume, es sugran herramienta política) no habría sido posible el tránsito de una forma tan rápida e irreversible. "La legitimidad democrática es su gran activo, y en eso nadie tiene dudas", explica una persona cercana a la Casa. "En ese sentido, el Rey ha mantenido durante muchos años un pacto de complicidad con los políticos y los medios de comunicación. Todos marchaban por el mismo camino con el objetivo de consolidar la democracia. Y en ese escenario no iban a sacar nada que pudiera perjudicar a la Corona porque podía volverse en contra de la democracia. Eso se acabó. La democracia se consolidó. Y se abrió la veda. Y en La Zarzuela no se ha reaccionado con la suficiente rapidez ante los nuevos tiempos. Les toca aprender a gestionar la Corona como una institución moderna del Estado y ponerla al día, pero sin cargarse la magia que la envuelve. Es la cuadratura del círculo".
Todos esos acontecimientos desfilan por mi cabeza mientras el coche oficial de La Zarzuela recorre los cinco kilómetros que separan el control de seguridad de Somontes del palacio. En esta carretera estrecha y sinuosa, en la que en la época de berrea te puedes encontrar un ciervo de frente, se mató en agosto de 1971 el primer civil que accedió al entorno profesional del príncipe Juan Carlos. Se llamaba Jacobo Cano, era su amigo, de su edad, un profesional inteligente de una derecha civilizada que estaba destinado a crear la moderna infraestructura del futuro rey. Fue una ocasión perdida para desmilitarizar el entorno del Rey. Años más tarde, también perdió aquí la vida un conductor de la Casa. El chófer que me han enviado no cree en las maldiciones a juzgar por la velocidad a la que conduce.
Días antes de mi primera visita a las tripas de La Zarzuela, un antiguo ejecutivo de la Casa me advirtió que la Jefatura del Estado se parece más "al Vaticano que a la Casa Blanca; es más barroca; hay una gran inercia; las decisiones se dilatan; el decenio es la unidad de medida del tiempo; las relaciones de la gente de allí dentro se basan en la fidelidad y la discreción. Tienes que renunciar a todo protagonismo. El trabajo de la gente de la Casa es apoyar al Rey, pero nunca protagonizar, y menos aún hacer política ni expresar opiniones. El funcionario de La Zarzuela tiene miedo, porque los de fuera ven en él a alguien que por su cercanía al Rey está hablando en su nombre y, excepto en el caso del jefe de la Casa cuando el Rey se lo encarga, no es así. Eso te lleva al secretismo, a que te vayas zarzuelizando. No compartes lo que ves y oyes ni con tu familia. Por eso, los que se van sufren lo que yo defino como un síndrome de Estocolmo".
Otro exmiembro del staff continúa: "Como todos somos funcionarios del Estado, que nos llamen para trabajar con el Rey es el mayor honor que podemos recibir. No te puedes negar. Nadie dice que no, aunque cobres la mitad que en una embajada o en la empresa privada. ¿Cuánto? En La Zarzuela, un director general gana 90.000 euros al año. Pero como estás educado en la jerarquía y el servicio público, trabajar para la Jefatura del Estado es el mayor halago que puedes recibir. Supone estar cerca del Rey. Y estar con el Rey supone formar parte de un observatorio único; estar en relación con todos los poderes y los líderes del mundo, desde Obama hasta el Papa. Eres respetado entre los altos funcionarios del Estado. Llegas a cualquier lado con el Rey y tomas el mando, sea en protocolo o en seguridad; nadie rechista. La gente se tira años. Todo es muy endogámico: el número dos de cada unidad hereda la silla del número uno. Es muy raro que entre gente de fuera. El problema llega a la hora de marcharte; no puedes decirle al Rey que le dejas aunque estés harto o cansado, sería un desaire; no te vas hasta que te echan, y cuando te echan, te sienta fatal porque piensas: '¿Les habré defraudado?'. A algunos les queda la sensación de que los han exprimido y luego tirado a la papelera".
El palacio de la Zarzuela es un lugar peculiar. Otra clave de su naturaleza la proporciona una fuente cercana a su engranaje: "La Zarzuela no solo acoge a la Jefatura del Estado, también a una familia. Todo bajo el mismo techo. No hay que olvidar que la plantilla de La Zarzuela trabaja por ley para el Jefe del Estado, para la institución monárquica y para la familia". Otro exmiembro de la Casa incide en esa idea: "Cuando trabajas allí tienes que saber diferenciar lo que es la Jefatura del Estado de lo que es la familia; son dos mundos que se cruzan, y tu habilidad consiste en intuir y comprender esa división. Y, desde luego, es más complicado servir a la familia que a la Jefatura del Estado. En una República, el yerno del presidente no pinta nada; pero aquí hay una familia que provee a España de jefes de Estado a la que hay que cuidar y apoyar. En La Zarzuela conviven asuntos institucionales y asuntos familiares. Y si no sabes separar, estás perdido, porque en La Zarzuela se entrecruzan temas racionales y temas irracionales. No conviene cruzar la frontera invisible que separa la Jefatura del Estado de la familia".
En realidad, la frontera está clara. El primer edificio que surge entre los árboles mientras nos acercamos al palacio es la residencia del príncipe Felipe, elevada sobre un promontorio, a un kilómetro del palacio y con su propio perímetro de seguridad. Tras cruzar el puente de piedra sobre el arroyo Trofa, vigilado por un pelotón de guardias reales que se cuadran mecánicamente, se sube por un camino asfaltado que se bifurca. El que asciende, termina en el palacio; en el sanctasanctórum. Por el otro camino se accede al edificio de Magnolias, un inmueble largo y estrecho de una planta y ladrillo rojo donde está concentrado el grueso del equipo de asesoramiento y apoyo al Rey.
En 1987, cuando La Zarzuela reventaba por sus costuras, se iniciaron las mayores obras de ampliación. Aprovechando un desnivel del terreno en las traseras del palacio, en las antiguas huertas, el arquitecto de cabecera de los Reyes desde 1976, Manuel del Río, proyectó esta construcción que cuenta con una planta de 2.600 metros cuadrados y un sótano de 1.500. Sus obras costaron al Patrimonio seis millones de euros de la época. Es el Ala oeste del Rey. Aquí están las personas que se ocupan de su relación con los poderes del Estado, su representación internacional, su proyección pública, sus discursos y la planificación, coordinación y realización del total de 400 actos a los que el Rey y el Príncipe asistieron en 2011.
Las 11 personas que ocupan los puestos clave en la Jefatura del Estado son hombres y con una edad media de 60 años; la mayoría lleva más de 15 junto al Monarca; todos son funcionarios de carrera (a excepción del director de comunicación, el periodista Javier Ayuso). Cinco son militares (de ellos, cuatro generales), tres diplomáticos, uno abogado del Estado y otro interventor del Estado.
El edificio de Magnolias no es nada del otro mundo, pero desde el momento en que un joven guardia real de chaquetilla blanca abre la puerta del coche con ceremonia y te introduces en esa atmósfera amplia, silenciosa, ceremoniosa e impecable, inodora, incolora e insípida, en la que todo brilla y las escasas presencias son siluetas de impecable traje oscuro que hablan a media voz, te das cuenta de que es un lugar diferente. El edificio cuenta con dos alas, funcionales, ochenteras y pintadas en tonos crema. El sótano alberga el archivo de la Casa y parte de la unidad de protocolo. Hay un par de salas de reuniones; en la más grande se reúnen los directores con el jefe de la Casa una vez por semana. En el ala de la derecha, el primer despacho es el del jefe, Rafael Spottorno; es el más ceremonioso, una copia a escala de la oficina del Rey. A continuación, los de la unidad de protocolo (que dirige Cándido Creis, de 46 años, un diplomático escurridizo como una anguila que ya trabajó en la Casa entre 1996 y 2001 y acaba de volver a la Casa) y de la unidad de comunicación; son espacios limpios, ordenados, repletos de papeles y con un mobiliario de oficina que remite a Cuéntame. En comunicación se trabaja a toda máquina en la creación de la nueva web 2.0, pagada por el Ministerio de la Presidencia, con la que pretenden que la Casa tenga un contacto interactivo con los ciudadanos. Un funcionario de esa unidad se encarga del seguimiento de las redes sociales (otro de los frentes que más preocupan y menos controlan en La Zarzuela). El pasillo concluye en unos baños liliputienses. Si se quiere un café, hay una máquina de monedas.
La otra ala alberga el despacho del secretario general de la Casa, el número dos, Alfonso Sanz Portolés, un diplomático de 57 años que lleva 19 en La Zarzuela y se encarga de que todo funcione; y a continuación, las oficinas del estratégico gabinete de coordinación y planificación, que controla, entre otras cosas, la agenda. Al frente está el general de la Guardia Civil Domingo Martínez Palomo, de 54 años; un tipo afable, calvo y robusto, licenciado en Derecho y con un máster por el IESE, que es el cerebro organizativo de la Casa. Es el único director que asiste a la reunión mensual de la familia (los Reyes, los Príncipes y las Infantas) con el jefe y el secretario general, en un espacio junto al despacho del Rey, para decidir, entre otras cosas, a qué actos se va y quién de la familia va. Palomo llegó a La Zarzuela siendo un joven oficial de la escolta; formó parte del equipo de protección del príncipe Felipe; desde 1996 es jefe del gabinete. Las dos únicas mujeres que ocupan puestos en los siguientes niveles del organigrama son diplomáticas; una es la número dos de Palomo, María Sáenz de Heredia; la otra, Ángeles García Loza, adjunta a la jefatura de protocolo.
El edificio de Magnolias, estrecho y excavado en la roca, se comunica con la zona noble del palacio de la Zarzuela por un largo túnel blanco, inquietante y limpio como una patena, que el Rey ha decorado con un centenar de caricaturas que le han hecho durante estos años (y de las que se siente especialmente orgulloso); al otro lado ha situado su bella colección de maquetas de barcos de época. El ambiente se completa con regalos que ha recibido de deportistas, desde una camiseta dedicada de Pau Gasol y otra firmada por los jugadores del Mundial de fútbol hasta recuerdos de la Copa Davis o los cascos autografiados de Jorge Lorenzo, Toni Elías y Marc Márquez.
Otros dos directores de la Casa, el jefe de la Secretaría del Príncipe, el abogado del Estado Jaime Alfonsín, de 55 años, que comenzó a trabajar con el heredero en 1995, cuando este concluyó sus estudios en Estados Unidos, y el jefe de la Secretaría de la Reina, el teniente general José Cabrera, de 68, que llegó a La Zarzuela en 1987 y está al lado de doña Sofía desde 1991, tienen sus despachos junto a los del heredero y de la Reina, en el edificio pegado al palacio. Allí también se encuentra el despacho de los ayudantes de campo del Rey y del Príncipe. El Rey tiene nueve, y el Príncipe, cuatro. El jefe de la unidad de administración, infraestructura y servicios, el coronel de Ingenieros Isaías Peral, de 58 años, que lleva 25 años destinado en la Casa, tiene su despacho en el vital centro de comunicaciones (el Rey exige estar comunicado e informado esté donde esté), y el jefe de seguridad, el general de Infantería Manuel Barrós, de 57 años, en el opaco edificio de su servicio adyacente al anterior.
Barrós es el empleado de La Zarzuela más alérgico a las fotos; un gallego adusto, enjuto y con pinta de sabueso, que llegó al palacio como oficial de escolta hace más de 20 años y hoy se encarga de la protección del Rey y de la familia. Su apretón de manos es mortal. Durante 10 años fue el adjunto del anterior jefe de seguridad, el general Guillermo (Willy) Quintana Lacaci (hijo del general que paró el 23-F en Madrid y fue asesinado por ETA). Tras la marcha de este en 1999, fue nombrado responsable del servicio.
El servicio de seguridad del Rey es uno de los grandes secretos de Estado. Ni las altas esferas del Ministerio del Interior conocen su funcionamiento. Está formado por alrededor de 300 personas al mando de 10 adjuntos del general Barrós. Su segundo es un coronel de Infantería, de 51 años. Los militares siempre han controlado la seguridad del Rey. Por debajo hay un comisario, tres jefes de la Guardia Civil asignados al Príncipe (llevan a su lado toda su carrera) y otro coronel del instituto armado como responsable de la seguridad de la Reina.
Por encima de sus medios humanos y materiales, el poder del servicio de seguridad de la Casa reside (por ley) en su capacidad de solicitar tantas fuerzas de seguridad del Estado como sean necesarias para proteger al Rey. Lo explica un antiguo responsable: "El jefe de seguridad de la Casa cuenta con todos los resortes de la seguridad del Estado; los puede requerir, coordinar y es el director operativo sobre el terreno. Puede pedir un helicóptero, cortar un barrio, registrar las cloacas o solicitar un par de UVI móvil. La seguridad de la Casa fue fácil hasta que los niños se hicieron mayores. Luego, cada uno empezó a hacer su vida, a salir, a viajar; se casaron y tuvieron hijos. Estar hoy destinado en seguridad es someterte a un estado de nervios permanente".
El único 'señor' de todo el entramado de La Zarzuela es el Rey. Aquí no hay número dos, ni siquiera el Príncipe, aunque maneje toda la información y participe en la toma de decisiones. Manda el Rey. Sus hombres le conocen como el jefe; sus hijos, como el patrón. Controla cada paso que se da en La Zarzuela. No es un jefe complaciente. Tiene un carácter temible. "A veces no es tanto la bronca que te echa como esa mirada regia de reproche", explica un exmiembro de la Casa. Un mal genio que se ha agudizado en los últimos tiempos tras tres operaciones quirúrgicas y el tsunami Urdangarin. "Se cabrea, aunque luego lo soluciona enseguida con una broma y un abrazo que te derrite".
El Rey es el veterano del lugar. El más viejo. Sus cómplices de los primeros tiempos de La Zarzuela se jubilaron hace años. Se ha ido quedando solo. Rodeado de gente más joven. Sigue mandando. Todos tienen claro que morirá con las botas puestas. Que será el Rey hasta el final. Por eso no fue una sorpresa que a finales del año pasado llamara a su lado como responsable de la Casa a Rafael Spottorno, de 67 años, un diplomático que ya trabajó en La Zarzuela como número dos entre 1993 y 2002; un hombre del Rey, de su generación y estilo; sin perfil político, florentino, inteligente, resolutivo y con la enorme ventaja de que ha estado nueve años fuera de La Zarzuela, en la empresa privada (era director de la Fundación Caja Madrid). "Rafa se ha ventilado fuera y vuelve con ideas nuevas", me dice un cercano.
Spottorno es la sombra del Rey, su consejero, su pararrayos; el hombre que ficha y firma los contratos, coordina la petición de información a los ministerios, prepara sus discursos y consensúa su relación con la Presidencia del Gobierno. "Esa función es vertebral en el funcionamiento de la Corona, ya que tanto el Rey como el presidente cuentan con su legitimidad y tienen que convivir sin entrar en territorio del otro", explica un miembro de la Casa. "De la buena relación del Rey con el presidente depende el papel de este en la vida pública. No es solo que se lleven mejor o peor, es que el presidente puede borrar del mapa al Rey o, por el contrario, darle un papel relevante, sobre todo a nivel internacional. Y lo mismo pasa con sus discursos. Y en ese encaje de bolillos La Moncloa-La Zarzuela es imprescindible el trabajo del jefe de la Casa".
A finales del pasado mes de agosto, el Rey citó a Spottorno en Marivent para decirle que le iba a nombrar jefe de su Casa. Spottorno tenía las ideas claras. Su programa de gobierno se basaba en la modernización, profesionalización y transparencia informativa de la Jefatura del Estado; su gestión como otra institución y el refuerzo del papel político y la presencia pública del Príncipe. Además, sobrevolaban otras tres iniciativas que ya se habían contemplado en el mandato de su antecesor, Alberto Aza, y se habían congelado sine die: el desglose del presupuesto de gastos de la Casa (8,4 millones de euros), la concreción de un código de conducta sobre los regalos que se reciben en La Zarzuela y la paulatina desaparición de las Infantas de las ceremonias del Estado. Una persona cercana a la Casa explica esa última iniciativa: "Parecía lógico que fueran apartándose a un segundo plano teniendo en cuenta el precedente de las hermanas del Rey, las infantas Pilar y Margarita, que llevan una vida privada y ausente de la Jefatura del Estado; lo normal es que con Felipe VI sea lo mismo en su día cuando llegue al trono, y era el momento de empezar. En cuanto a las cuentas, había una demanda entre la ciudadanía que había que satisfacer. Y el Rey y el Príncipe estaban conformes en hacerlo".
Spottorno tomó posesión el 30 de septiembre; su presentación en sociedad fue en el desfile del 12 de octubre; dos días más tarde, el viernes 14, se reunía con todos los directores en Magnolias, les explicaba su hoja de ruta y animaba a que participaran en una tormenta de ideas sobre las potencialidades y debilidades de la Corona. Les anunció que quería hacer públicas las cuentas. Al final de la reunión se decidió estudiar cuándo y cómo. Iba a ser antes de lo que se imaginaban. Tres semanas más tarde estallaba el caso Urdangarin, con el registro judicial de la sede en Barcelona del Instituto Nóos, que había presidido el yerno del Rey. A partir de aquel 8 de noviembre, los medios de comunicación se lanzaron a informar de las irregularidades del marido de la infanta Cristina. El asunto se desbordaba. Llevaba seis años larvándose. Estaba dañando el prestigio de la Corona. Había que hacer algo. El Rey y el Príncipe se reunieron con Spottorno, y el nuevo jefe sentenció que había llegado el momento de recobrar la iniciativa siendo transparentes con las cuentas y crítico con los negocios de Urdangarin. El Rey y el Príncipe aceptaron. "La Casa buscaba provocar dos efectos: uno, demostrar que se estaban adaptando a los tiempos, y otro, que Urdangarin nunca había recibido dinero de la Casa", explica alguien que conoció el proceso. El 12 de diciembre, Spottorno convocaba a los medios en la sala de reuniones de Magnolias y daba un golpe de efecto anunciando que las cuentas se harían públicas inmediatamente; iba más allá, descalificaba a Urdangarin, definiendo su comportamiento como "poco ejemplar" y excluyéndole de la agenda de La Zarzuela. Iba incluso mucho más allá al afirmar que en cuanto a la Infanta, "ya se vería". El 28 de diciembre se presentaban las cuentas. Después de 30 años de penumbra, la opinión pública tenía por fin conciencia de lo que ganaba el Rey: 292.752 euros al año; el Príncipe, la mitad, y las mujeres de la Casa (la Reina, la Princesa y las Infantas), 375.000 euros a repartir. El Rey, el Príncipe y Spottorno habían logrado contener el primer foco del incendio. El futuro dirá si quedaban rescoldos.