jueves, 1 de enero de 2009

La Infanta Eulalia en Chicago


JAVIER RUPÉREZ Embajador de España
ABC

Hace cincuenta años que moría en Irún, a los noventa y cuatro años de edad, la Infanta Eulalia, hija de la Reina Isabel II. Y hace ciento quince años, en 1893, que la Infanta Eulalia visitó Chicago en representación de la Reina Regente y del Gobierno de España para participar en la exposición universal que en el cuarto centenario del descubrimiento de América se celebraba en la capital del Medio Oeste estadounidense. Era la primera vez que un miembro de la Familia Real española pisaba tierra americana. La Infanta, antes de llegar a Chicago, visitó Puerto Rico y Cuba, desembarcó en Nueva York y fue recibida en Washington por el entonces presidente de los Estados Unidos Clover Cleveland. En Chicago permanece todavía la memoria de su presencia, estrechamente asociada a los fastos de la exposición universal, una de las más espectaculares nunca celebradas y momento significativo para el renacimiento de la «segunda ciudad» del país, tras el incendio que la había reducido a cenizas en 1870.
Como recordaba hace pocos días la catedrática de Historia americana en el Columbia College Teresa Prados Torreira, en una esclarecedora conferencia pronunciada en el Instituto Cervantes de Chicago, la Infanta española fue recibida en Chicago con inusitada expectación y profundo interés. En términos estrictamente protocolarios era la más relevante de las personalidades que acudía a la feria y su presencia despertó fervor en los círculos adinerados de la ciudad y conmoción en los sectores populares. La Infanta encontró una feria en donde abundaban los motivos españoles, unos desplegados con motivo de su visita y otros relacionados con el centro mismo de la celebración: era una manifestación colombina en la que se rendía homenaje al descubridor y a sus patrocinadores, los Reyes Católicos. Los organizadores del evento designaron el 8 de junio de 1893 como «el día de la Infanta» en la exposición y fueron más de ciento cincuenta mil las personas que acudieron a visitarla aquel día, con la esperanza de ver a la Infanta y de poder incluso tocar su vestido. Desde el primer momento de su presencia en la ciudad Eulalia había sorprendido a los locales por su aire adolescente, su rubia cabellera, sus ojos claros y su reposada belleza.
En la carta que ese mismo día dirigió la Infanta a su madre, la exiliada Reina Isabel, mostraba su entusiasmo por la armonía del conjunto neoclásico en que se organizaba la exposición y describía con satisfacción el caluroso recibimiento de que había sido objeto. En otra de las cartas que diariamente dirigía a su madre, Eulalia alababa la hermosura del Lago Michigan y la vitalidad de Chicago, aun mostrando su extrañeza ante los rascacielos «de veinte pisos», que ocultaban la luz del sol y oscurecían las calles de la ciudad.
Los organizadores de la exposición habían desplegado todos los esfuerzos imaginables para conseguir que la presencia oficial española en la misma fuera del máximo nivel, llegando incluso a solicitar que acudiera la Reina Regente, doña María Cristina, o incluso el Rey niño, Alfonso XIII, que contaba entonces con siete años de edad. Descartadas esas opciones por el Gobierno español, que presidía Antonio Cánovas del Castillo, la elección de Eulalia se presentaba como una buena ocasión que aprovechar para atender a otras y más urgentes tareas, como por ejemplo visitar La Habana y Washington. A sus veintinueve años Eulalia había ya mostrado los rasgos de inteligencia, capacidad y genio que harían de ella uno de los personajes menos convencionales de la Familia Real española. Su comportamiento en Chicago osciló entre el estricto respeto a las convenciones sociales y protocolarias y las inclinaciones de su curiosidad. Todavía los «chicagoanos» cuentan que la Infanta se escapaba con su dama de compañía para visitar la ciudad a su antojo, que fumaba en público o que incluso había estado a punto de no acudir a la cena de gala que ofrecían los riquísimos señores Palmer cuando comprobó que la señora era la dueña del hotel -hoy todavía en funcionamiento- en donde la Infanta se alojaba. «Yo no voy a cenas ofrecidas por posaderos», dicen que dijo, en versión que posiblemente tiene más de leyenda que de realidad. Consta que la Infanta y su todavía marido, Antonio de Orleáns, participaron en el lucido ágape.
El primer viaje de un miembro de la Familia Real española a las Américas tiene algo de involuntariamente premonitorio y la contradictoria personalidad de la Infanta ayuda a subrayarlo. La brillantez de los fastos conque por todas partes fue recibida la Infanta contrasta con la pobreza del pabellón español en la feria de Chicago, una monacal reproducción de la gótica lonja valenciana -el sombrío ladrillo en medio de la rutilante «ciudad blanca» de falsos mármoles y plintos greco-romanos- cuyos contenidos, según los cronistas de la época, llegaron tarde y produjeron lastimosa impresión. La visita que realizó Eulalia al pabellón de la mujer le sirvió para constatar -ella, adelantada feminista- que la sección española se limitaba a ofrecer muestras artesanales y recuerdos literarios -Santa Teresa de Jesús, Sor Juana Inés, Gómez de Avellaneda, Pardo Bazán, Concepción Arenal, Fernán Caballero-. Las tres carabelas, en reproducciones enviadas por España, expuestas en la ensenada de la exposición, quedaban reducidas a minúsculos cascarones frente a los bruñidos barcos de guerra americanos que compartían las aguas del lago Michigan.
Eulalia, en Cuba, donde permaneció toda una semana, comprobó el avanzado estado de agitación que en la isla reinaba con respecto a España y se mostró sensible a las demandas locales. Sus cartas a Isabel II revelan preocupación: «... he encontrado un estado de ánimo que deja prever que el día que Cuba se separe del Reino sería para todos un alivio general... aporto demasiado tardíamente la sonrisa de la fraternidad, de la cual las poblaciones de las Antillas han estado privadas durante demasiado tiempo...».
La Infanta, a espaldas del Gobierno, habría tenido encuentros con enviados cubanos en Madrid, antes de emprender el viaje. Que, por lo demás, contó con significativos incidentes protocolarios: todavía en Cuba Eulalia tuvo noticia de que el presidente Cleveland no estaba dispuesto a recibirla. Tras el anuncio diplomático de una grave indisposición, que anularía su presencia en Chicago, el mandatario americano le ofreció una breve entrevista y una cena oficial en la Casa Blanca. Cinco años después los dos países estaban en guerra y España perdía los últimos vestigios de su imperio ultramarino.
De Chicago parte «con verdadero sentimiento. La admirable vista del lago me faltará». Allí ha madurado su convicción feminista al contemplar la libertad de acción de las mujeres americanas, a las que dice envidiar. Y admite que de poder pasar inadvertida «la vida en América me gustaría mucho. Me entendería muy bien con los americanos, sobre todo los que no están maleados por la vida europea, esa vida que altera la rectitud innata de su naturaleza». Nunca se conformaría con el anonimato. Sus ideas, sus convicciones, sus comportamientos -de los que dejó amplia e interesante constancia escrita- la enfrentaron gravemente con Alfonso XIII, pero nunca quiso renunciar a su origen y a los beneficios que de él se derivaban.
En la avenida de Guipúzcoa -antes Generalísimo número 9 de Irún se encuentra la Villa Ataúlfo, donde la Infanta pasó los últimos años de su vida. Mi amigo Miguel Tellería me cuenta cómo, de niño, su padre, cuando por allí pasaban, se lo recordaba quedamente. Al morir tuvo en la Basílica del Monasterio del Escorial las exequias reservadas para los Infantes de España. A ellas, en representación del Jefe del Estado, Francisco Franco, asistió al almirante Carrero Blanco.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Interesantísimo, no la conocía, has hecho un retrato cercano de ella, !gracias!.