NO es casualidad que la Monarquía se haya convertido en los últimos tiempos en objetivo a batir. Un sistema constitucional está configurado por un conjunto de decisiones políticas que forman una estructura compleja. En nuestro caso, la soberanía nacional, el Estado social y democrático de Derecho, los principios de unidad y autonomía y, por supuesto, la Monarquía parlamentaria, pilares de la Constitución vigente, se sostienen unos a otros y resultan inconcebibles como elementos aislados. Por eso los enemigos de la España constitucional han puesto a Don Juan Carlos en el punto de mira. Se trata de provocar una ruptura del modelo que ha supuesto un éxito histórico al permitir que, esta vez para siempre, España ocupe el lugar que merece entre las grandes naciones democráticas. Hay ataques que proceden de la izquierda radical, si bien el número limitado de quienes exhiben banderas y gritan consignas republicanas sitúa este fenómeno en una dimensión limitada. Más grave es el silencio, la ambigüedad o incluso el aliento que les otorgan gentes perfectamente instaladas en el sistema y que deben sus puestos a las libertades que garantiza la Corona. Peor todavía es la deslealtad disfrazada de adhesión racional. Algunos se permiten poner notas a Don Juan Carlos, como si fuera un joven alumno, en nombre de la intolerable soberbia de quien se atribuye la facultad de decidir sobre el bien y el mal. En política todo está inventado. Desde la Grecia clásica, esta actitud se llama demagogia. El populismo es la forma contemporánea de un fenómeno que halaga las pasiones frente a la razón. Con ese fin, resulta sencillo utilizar a antiguos radicales de extrema izquierda que han dado el salto a la extrema derecha y se permiten, en nombre de sí mismos, pedir -ayer otra vez- la abdicación del Monarca. Por lo demás, no ofende quien quiere sino quien puede. Desde este punto de vista, ABC sólo puede esbozar una sonrisa distante cuando otro diario habla de «aldeanismo» o «provincianismo». Las comparaciones son odiosas, y algunos deberían evitarlas por su propio bien.
Don Juan Carlos dijo ayer en Oviedo que la Monarquía parlamentaria ha ofrecido a todos los españoles un largo periodo de estabilidad y prosperidad. Es significativo que Don Juan Carlos tenga que salir en su propia defensa. Frente a la «pinza» de los extremistas de uno y otro signo, la inmensa mayoría social es consciente de la deuda que todos tenemos contraída con la Corona. A pesar de algunos silencios lamentables, crece el número de voces sensatas que ponen de manifiesto el sentimiento colectivo. Los partidos han mirado para otro lado durante algún tiempo, aunque ahora ya se escuchan las pertinentes expresiones de apoyo. Los empresarios, a través de la CEOE, y los sindicatos, como es el caso de UGT, han sabido estar a la altura de las circunstancias. Los obispos han dicho ya lo que mucha gente estaba deseando que dijeran. Frente a la extraña pasividad inicial del portavoz de la Conferencia Episcopal, tanto monseñor Cañizares como monseñor Blázquez, dos prelados a los que se atribuyen sensibilidades diferentes, han pronunciado palabras inequívocas. El presidente de los obispos afirma expresamente que su cercanía a la Familia Real no se limita al ámbito personal, sino que alcanza a la propia institución. Se trata, por tanto, de una descalificación en toda regla hacia el locutor que se permite comentarios despectivos y propaga falacias intolerables ante la pasividad de los responsables de la emisora episcopal.
Lo más repugnante en todo este asunto es la utilización insidiosa de las víctimas del terrorismo, mediante la incalificable afirmación del comunicador en cuestión de que el Monarca está alejado de ellas. La carta abierta publicada hace unos días en ABC es un testimonio concluyente por parte de quienes han sufrido de verdad el daño irreparable que provoca la violencia criminal. Algunos fanáticos o ignorantes, alentados por la malevolencia intencionada de unos pocos, pretenden pasar factura al Rey por su liderazgo moral y político en la Transición. Otros, que se consideran más sutiles, hacen un gesto a medias entre el ridículo y el chantaje, al declararse «protectores» de la Corona siempre que el Monarca haga lo que ellos le manden. Incluso pretenden envolver ese «amarillismo» populista a través de coartadas como la de situar en puestos que carecen de poder efectivo a personas procedentes del mundo académico y cuya imagen pública está vinculada con la Monarquía. Es, en definitiva,una trampa tras otra, siempre al servicio de proyectos de lucro económico y ambiciones personales con la intención de cumplir expectativas insatisfechas en otros tiempos. Cuando se superan ciertas barreras éticas, todo vale, incluso poner en cuestión los cimientos del Estado democrático, propagando teorías falsas sobre el mayor atentado de la historia de España y dando juego a personajes turbios que no merecen ninguna credibilidad.
Vivimos un momento de máxima gravedad para el futuro de la España constitucional, a pesar de que cuenta con el apoyo de una inmensa mayoría de los ciudadanos. Ibarretxe lanza un desafío al Estado. ETA expresa criterios que coinciden en términos objetivos con los propósitos del PNV. Desde Cataluña, crecen las presiones para que se acepte como sea un Estatuto inconstitucional, bajo la amenaza de males mayores. El Gobierno reacciona de forma tibia y está sólo atento a sus intereses electorales. El PP mantiene con solidez los principios esenciales, pero recibe fuertes presiones mediáticas que no siempre es capaz de reconducir. En este contexto, a pocos meses de las elecciones, la campaña contra el Rey es mucho más que una anécdota para convertirse en un grave peligro para la solidez del sistema. Hay muchas formas de debilitar a la Monarquía, unas más aparentes y otras, a la larga, más peligrosas. Entre ellas, la pretensión de convertir a la Corona en apéndice de ambiciones inconfesables. El problema es que el Rey no está al servicio de personas o de grupos organizados, ni lo va a estar nunca, aunque para ello tenga que soportar injurias y mentiras. ABC cumple con su obligación cuando denuncia la «pinza» que practican los extremistas de uno y de otro signo. Es evidente que los hechos dan la razón a este periódico, que por lo demás no necesita reiterar proclamaciones retóricas de fidelidad a España y a la Monarquía. Más de cien años de historia son un aval suficiente al respecto.
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