Por Íñigo Moreno, Marqués de Laula
ABC
LOS presupuestos anuales que aprueban las Cortes son la medida de los impuestos que pagan los ciudadanos, por lo tanto resulta muy oportuno que cada cual los analice para valorar cómo y en qué se gasta el dinero de todos los españoles. No propongo que seamos tan exigentes como los segovianos del siglo XVI, que ajusticiaron a sus procuradores por contravenir el mandato recibido de los electores, al aceptar sufragar los gastos de la elección de Carlos I para Emperador, pero no sobra un poco de atención al asunto.
Una de las partidas, en otra época muy controvertida, es la asignada a la Casa del Rey. En los presupuestos del 2006 se ha fijado para la Jefatura del Estado la cantidad de 9.050.000 euros, que dividida entre los 44 millones de españoles toca a 0,21 euros cada uno. Para conocer la situación comparativa de los españoles con otros ciudadanos, voy a homologar estas cifras con las que corresponden a las de otros grandes países europeos, países cuya economía es superior a la nuestra.
En Alemania, la cantidad establecida para el presidente de la República es de 21.600.000 euros, y como son 82 millones de alemanes, cada uno colabora con 0,26 euros. Francia tiene asignado para su presidente de la República 30.500.000 euros, su población llega a los 61 millones, por tanto a cada francés le cuesta su presidente la cantidad de 0,50 euros. El presupuesto anual de Inglaterra está fijado en libras esterlinas, pero lo he convertido a euros para mayor facilidad. El epígrafe en cuestión suma 54.000.000 euros, lo que supone 0,91 euros por habitante para mantener a su Reina, ya que suman 59 millones los ingleses.
Por último Italia, con 425.000.000 euros y 57 millones de italianos. Esto supone que cada ciudadano sufraga al presidente de la República con 7,46 euros. Aunque ni siquiera soy un mediano matemático, queda claro que, en términos absolutos, la cifra más baja es la del Rey de España, dato significativo en sí mismo, pues los gastos de cada jefe de Estado deberían ser muy semejantes, independientemente del PIB del país, ya que las obligaciones son similares.
En segundo lugar, resulta que también es el Rey de España, el mandatario menos costoso para sus súbditos considerados individualmente. Con la circunstancia añadida de que la Familia Real no conserva Patrimonio histórico alguno, como ocurre en otras monarquías europeas, pues en el siglo XIX se confiscaron todos sus bienes en un acto que reflejaba poco agradecimiento y ninguna memoria histórica, ya que algunos años antes había el Rey generosamente obsequiado a la Nación con sus colecciones artísticas, al fundar el Museo del Prado. ¿Qué valor tiene hoy ese estupendo regalo de su galería de pinturas? Como los reyes lo son hasta su último día, no caben retiros ni jubilaciones anticipadas, y por lo tanto nuestros circunspectos padres de la Patria, que tan fino hilan cuando se trata de asuntos presupuestarios, no podrán repetir, en esa hipotética cuestión, otra clamorosa unanimidad como la conseguida poco tiempo ha, cuando establecieron la cuantía y forma de sus retiros. Pero, además, hay que considerar otro aspecto que tiene significativa importancia económica: en España no hay elecciones a Jefe del Estado y además de la enorme ventaja que ese hecho aporta al no depender el cargo supremo de partido ninguno y ser, por tanto, verdaderamente independiente, los ciudadanos se ahorran el coste de los correspondientes comicios. Veinticinco años es el periodo de tiempo establecido para una generación, y como las votaciones en España tienen lugar cada cuatro años, se puede evaluar el ahorro de seis de ellas por monarca y, como el coste de esas consultas generales se eleva a 75.000.000 euros, cada rey economiza a su país la suma de 450.000.000 euros, que reducida a cada uno de los españoles, supone 10,23 euros.
Y en esa cifra no están incluidos los gastos electorales en que incurren los partidos políticos y todos los colaterales que siempre se producen; costes ambos que al final recaen en los ciudadanos. Ahora se percibe que si en el siglo XVII, el Rey era el mejor alcalde, en nuestro tiempo supone también el mejor ahorro para su país. Quizás por eso en España, con machacona insistencia, las encuestas presentan a la Monarquía como una de las instituciones más valoradas, es decir, no se discute a Su Majestad Don Juan Carlos I.
Sin embargo, últimamente, se elucubra con la Institución Real. El país no pone en duda que, si ahora goza de una democracia, se debe a la voluntad, al buen hacer y al esfuerzo de quien en 1975 tenía todo el poder sobre sus hombros y voluntariamente se deshizo de él, y luego, en 1981, utilizó su prestigio para abortar un golpe de Estado con la totalidad de las autoridades secuestradas en el edificio de las Cortes. Cierto, el Rey se ha hecho merecedor de su puesto, pero si no fuera así, también sería igualmente útil a la sociedad. Es precisamente la Institución la que es necesaria, no una persona concreta, por valiosa que sea. Hubo años, en los que España no tuvo gobernantes a la altura de su momento histórico, más al final del siglo XX, el destino nos ha regalado la persona adecuada en la hora oportuna ¡Loado sea Dios! Pero las instituciones se forjan para todos los tiempos y son todavía más necesarias en los difíciles que en los favorables.
Por eso, porque España puede mirar con serenidad su futuro, ¡Viva el Rey! Es decir, Juan Carlos I, sus hijos, sus nietos y sus biznietos.
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