POR PEDRO GONÁLEZ-TREVIJANO
ABC
DE un tiempo a esta parte proliferan las colaboraciones sobre la Monarquía en las páginas de este periódico. Recuerden el excelente artículo de su director, José Antonio Zarzalejos, Monarquía y Sucesión, en el que se analizaba la futura reforma constitucional, que eliminará la discriminación por razón de sexo en la sucesión a la Jefatura del Estado. Las agudas reflexiones de Manuel Jiménez de Parga, en Presencia del Rey en la política española, acerca de la intervención del Monarca en la vida nacional, «una presencia que no podía ser tan neutra que supusiera que no se pronunciara nunca, o que nunca se supiera que se pronuncia para moderar la que necesita ser moderado». Las lúcidas argumentaciones de Óscar Alzaga, en Sobre la Sucesión de la Corona. La inteligente Tercera de Manuel Ramírez, Apostando por la Monarquía, donde se refrenda la vigencia de la institución monárquica en la figura de Don Juan Carlos y, el día de mañana, con Don Felipe de Borbón, uno de los futuros reyes con mejor preparación en nuestra historia. Y, por último, también me atrevía a realizar unas consideraciones, con el título de La Monarquía real, en las que resaltaba el perfil de la Monarquía española, esencialmente entroncada en la realidad social y política nacional. Una realidad a la que, por su íntima estructura y funcionamiento cotidiano, pertenece de facto y de iure.
Pues bien, me animo, de nuevo, a esbozar unas ideas sobre el papel de la Corona en el régimen constitucional instaurado por nuestra Carta Magna de 1978. Una labor apuntada en el artículo 56.1 de la Constitución, precisamente el precepto que abre su Título II -regulador de la Corona-. En él se expresa que el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de sus instituciones, al tiempo que es el máximo representante de la Nación española en las relaciones internacionales. Unas funciones ejercidas de forma modélica por Don Juan Carlos. Una ejemplaridad que ha revestido, sin embargo, perfiles distintos, según las situaciones políticas vividas en estos años.
En efecto, y de aquí el título de estos apuntes, Don Juan Carlos ha dispuesto de un surtido y excelente costurero real con que hacer frente a los retos de su ya largo reinado. Su costurero real ha servido tanto para ayudar, y además de forma directa y principalísima, a la confección del actual traje constitucional -nuestra Constitución de 1978-, como, cuando ha sido necesario, restañar sus rotos y devolver al traje su debido empaque. Y en ello Don Juan Carlos, como la Penélope de la Odisea de Homero -«Un dios me inspiró al principio que me pusiera a tejer un velo, una tela sutil e inacabable (Canto XIX)»- ha sabido, según fueran las exigencias del país, tanto coser como descoser. Unas veces de forma reposada, otras de manera inmediata. En ocasiones con hilos livianos, en otras con hebras más gruesas. A veces a mano, otras a máquina. Como experimentado sastre, ha desarrollado pues su oficio de sastre constitucional con oportunidad, rigor y sabiduría.
Y así, en un primer momento, se situó a la cabeza del proceso de reconciliación nacional tras una larga dictadura nacida de una fratricida Guerra civil. Para ello hizo posible, como activísimo «motor del cambio», el desmantelamiento de las asfixiantes estructuras franquistas y su sustitución por un verdadero régimen constitucional. Primero, al hilo de la Ley para la Reforma Política -recordemos el título, Lo que el Rey me ha pedido, del libro de Pilar Fernández-Miranda sobre su padre, el nunca suficientemente valorado Torcuato-; y después, a partir de la Constitución de 1978, avalando, con su contrastado hacer diario, su consolidación y eficacia.
De esta suerte, se ponía término a unas Leyes Fundamentales que, en lugar de servir de instrumento para la limitación del poder, eternizaban la intervención de los poderes autócratas de la dictadura. Allí no había traje constitucional, pues éstas no eran sino, en la terminología de Loewenstein, un «burdo disfraz». Así las cosas, en su eliminación, es decir, en el descosido decidido y completo de sus totalitarias costuras, Don Juan Carlos se puso al frente de la Transición Política y, más tarde, del mismísimo proceso constituyente de 1978.
Y ya, en la fase de elaboración de la Constitución, el Monarca prestó su auxilio, desde el inicio y de manera continuada pero, eso sí, sin intervenir en su gestación y contenidos. ¡Por fin, una Constitución con mayúsculas! Una Constitución donde el proceso político se adapta satisfactoriamente a las normas constitucionales. La Constitución de 1978 es, como reiteraría Loewenstein, «un traje que sienta bien y que se lleva realmente». Un traje adecuadamente confeccionado, el traje de la España constitucional, en el que Don Juan Carlos vislumbró y auspició sus mejores hechuras y caídas.
Aunque no ha quedado aquí el uso del costurero real por Don Juan Carlos. También tuvo que impedir -con ocasión del frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981- el grosero desgarro del tejido de nuestro traje constitucional. Con la firmeza de las convicciones más íntimas, evitó el restablecimiento de otro vergonzoso y harapiento disfraz. Por hacer un parangón literario, como en el cuento El sastrecillo valiente (Siete de un golpe) de los hermanos Grimm, cortaba las cabezas de los peores dragones.
Pero aún podríamos decir algo más de esta labor de sastre constitucional. Un sastre que en el ámbito de las relaciones internacionales desarrolla una acción eficacísima en el restañado y remiendo de su lustre, cuando por nuestros poderes públicos se ocasionan deterioros por falta de prudencia, celo o competencia. El prestigio y ascendencia del Monarca en tales foros ha sido así cauce privilegiado en circunstancias por todos conocidas. Cómo no recordar su viaje a Estados Unidos, y su entrevista con el presidente Bush, tras el menoscabo de nuestras relaciones diplomáticas por la retirada de las tropas de Irak; o el reciente viaje a Argel, suavizando el disgusto del Gobierno de Argelia por la política española en el Sahara y el papel concedido a Marruecos.
A lo que debemos sumar un debido recordatorio: en la utilización del costurero real Don Juan Carlos ha disfrutado siempre del elegante savoir faire de Doña Sofía, atenta a la buena ejecución de las puntadas, a los pertinentes zurcidos, al mejor corte de los pliegues y a la correcta confección de nuestro traje constitucional. Se hacen pues ciertos los versos de Lope de Vega (El perro del hortelano): «Toda es vana arquitectura, / porque dijo un sabio un día, / que a los sastres se debía, / la mitad de la hermosura».
En fin, a diferencia de los cuentos del Infante Don Juan Manuel, De lo que aconteció a un rey con los burladores que hicieron el paño o de Hans Christian Andersen, El traje del nuevo Emperador o El Emperador va desnudo, en la España constitucional no existen ni los tres malos sastres del cronista castellano, ni los pícaros Guido y Luigi Farabutto del literato danés (presentando a un rey desnudo como efectivamente vestido), pues la labor de diestro sastre la desempeña el propio Don Juan Carlos. Por ello, no extraña que en momentos de crispación y de perplejidad, los españoles pongamos los ojos -por más que, ¡qué no nosconfundan!, la Monarquía satisface su principal papel en los tiempos de aburrida normalidad política- en una institución estable y referencial de nuestro mejor presente y futuro.
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