... Es disparatado llamar «nación» a cualquiera de las comunidades autónomas en las que se organiza territorialmente el Estado según el artículo 137 de la Constitución española vigente...
Por Antonio FONTÁN. Ex Presidente del Senado
A principios del siglo XVI el mapa político de Europa, desde el Atlántico a los Urales y del Ártico al Mediterráneo, era parecido al de ahora, salvo el espacio entre los Balcanes y el mar Negro del que se habían adueñado los turcos otomanos. Era la Europa de los Reinos: Suecia, Dinamarca, Inglaterra (a la que pronto se unió Escocia), Francia, los Países Bajos, el Imperio Germánico, Polonia, Hungría, España, Portugal, más la Rusia de los zares y la Confederación Helvética que agrupaba a los cantones suizos.
La mitad de los actuales estados de la Unión Europea estaban entre esos reinos del «quinientos». Otros, como Chequia (Bohemia), Irlanda o Lituania, habían sido también reinos independientes poco antes de esa centuria. (La excepción era Italia. Su vocación unitaria, hija de la cultura y de la historia, no la discutía nadie. No obstante, seguiría troceada entre repúblicas, ciudades, señoríos y príncipes extranjeros hasta el último tercio del siglo XIX, si bien ya en el XVI se alzaban voces, como la de Maquiavelo, que aspiraban a que alguien lograra hacer de Italia un reino parecido a lo que eran los de España o de Francia). En ningún caso, sin embargo, se hablaba de naciones ni de estados en el sentido que es habitual ahora. Eso no ocurrió en ninguna parte hasta fines del siglo XVIII.
El nombre de «estados» empezó a usarse en Norteamérica. Con la independencia lo adoptaron las trece colonias británicas. Casi por el mismo tiempo a los antiguos reinos de Europa se les empezó a llamar «naciones». La batalla de Valmy (1792), en que el grito «vive la Nation» de los revolucionarios franceses tanto impresionó a Goethe, los discursos universitarios de Fichte (1808), el filósofo prusiano de la «deutsche Nation», y la Constitución española de Cádiz (1812) están en el origen y en la rapidez con que se extendió en todas las lenguas el nuevo significado de «nación», que viene del latín, donde quería decir algo así como «gente» o pueblo no organizado en unidad política.
Concretamente, en España, el 24 de septiembre de 1810 se constituyeron en Cádiz las «Cortes generales y extraordinarias del Reino» y declararon que en ellas residía la «Soberanía de la Nación», y que «la cesión de la Corona que se dice hecha en favor de Napoleón es nula y de ningún valor no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por faltarle el consentimiento de la Nación». Dos años después, en el texto final del famoso 19 de marzo, el título primero menciona hasta seis veces en poco más de doce artículos la Nación o la Nación española.
En todas las otras constituciones o proyectos constitucionales de España, comprendida la republicana de 1931 (artículo 67), se menciona también la Nación o la Nación española repetida e inequívocamente o se la advierte presente desde su misma inspiración. A nadie se le pasó nunca por la cabeza designar con esta palabra a cualquiera de las entidades subestatales que en cualquier momento pudieran diseñarse. Lo mismo sucede en los demás países políticamente desarrollados de Europa y de los otros continentes.
Por eso es disparatado llamar «nación» a cualquiera de las comunidades autónomas en las que se organiza territorialmente el Estado según el artículo 137 de la Constitución española vigente, que como se lee en su artículo 2 se fundamenta en la unidad de la Nación española, a la vez que «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran».
Esas «nacionalidades» y «regiones» que integran la Nación española tienen derecho a ser reconocidas y garantizadas como tales, pero no como «naciones». Es lo que en los últimos casi treinta años han hecho las Cortes Generales con los Estatutos y los sucesivos gobiernos de la Monarquía parlamentaria con la transferencia de competencias de la Administración central a las autonómicas.
«Nación» en el lenguaje actual del derecho público generalmente aceptado en todo el mundo implica «soberanía». Sean monarquías o repúblicas, se llama naciones a las comunidades políticas que funcionan separada e independientemente unas de otras, igual que tres siglos antes los reinos de entonces. Basta recordar la naturaleza y los nombres de la ONU y de la OTAN, por no mencionar otras organizaciones interestatales -«internacionales»- que a los españoles les caen más de lejos, como NAFTA, ANZUS, etc.
En el caso de España, sin necesidad de remontarnos a precedentes tan hermosos y lejanos como el elocuente poema en prosa -«Laus Hispaniae»- de Isidoro de Sevilla de principios del siglo VII o al proceso unitarista de la Edad Media, se puede afirmar que a lo largo de toda la historia moderna y contemporánea, de monarquías, repúblicas, revoluciones e incluso dictaduras, los poderes públicos y los ciudadanos, con pocas excepciones y casi ninguna de ellas seria, se han considerado siempre miembros de esa unidad política que desde hace doscientos años se llama la «nación española». En los pasados siglos sus piezas maestras fueron la Corona y el pueblo, el «Soberano» y los súbditos. Ahora, con la Constitución democrática de 1978 se han invertido los papeles, porque la soberanía reside en la Nación y en su indisoluble unidad y el Rey la encarna y representa. Pero ni el poder se parte ni la nación se trocea.
Desde algunas Asambleas regionales de comunidades autónomas, una conjunción antinatural -y probablemente efímera- de «separatistas», comunistas, socialistas de cuyo patriotismo español no se debe dudar y nacionalistas templados (y pronto quizá las izquierdas abertzales y los aranistas radicales) cree haber encontrado la piedra filosofal o haber logrado la cuadratura del círculo. El «abracadabra» o «fórmula mágica» empleada en el «nuevo estatuto catalán» en vías de aprobación y que luego ha sido copiado en el proyecto andaluz es el escueto sintagma «realidad nacional». Nada aparentemente más claro que estas dos palabras. «Realidad» en español, según los sabios de la Academia, es la «existencia real y efectiva de una cosa», y «nacional», «lo perteneciente a una nación»; o sea, que decir «realidad nacional» es igual que decir «nación». Francia, Rusia, Alemania, Suecia, España, Holanda, los Estados Unidos, Japón, Suiza y todos o casi todos los miembros de Naciones Unidas son reconocidos en el mundo entero como «realidades nacionales» o, lo que es igual, como «naciones». No es ese el caso de Cataluña, ni el de Andalucía ni el de las comunidades autónomas que pretendieran sumarse a esta confusión semántica. «Realidad nacional» o significa Nación como cuando se aplica a España o es lo que los medievales llamaban un «flatus vocis».
La referencia a la antigua fórmula mágica «abracadabra», que en el griego original donde la acuñaron unos gnósticos de Egipto en los primeros siglos del cristianismo se decía «abraxas», no es una expresión traída por los pelos al texto de este artículo. Porque en inglés, donde no es desconocida, y en otras lenguas cultas a esa expresión antiguamente mágica, que en época moderna no funciona como tal, se le conoce una segunda expresión: «lenguaje confuso e ininteligible». Un sinónimo inglés es «nonsense».
«Realidad nacional» en español sólo se puede decir de España. Referirse con esta expresión a una de nuestras comunidades autónomas no sólo sería anticonstitucional, sino que podría calificarse de apropiación indebida.
La mitad de los actuales estados de la Unión Europea estaban entre esos reinos del «quinientos». Otros, como Chequia (Bohemia), Irlanda o Lituania, habían sido también reinos independientes poco antes de esa centuria. (La excepción era Italia. Su vocación unitaria, hija de la cultura y de la historia, no la discutía nadie. No obstante, seguiría troceada entre repúblicas, ciudades, señoríos y príncipes extranjeros hasta el último tercio del siglo XIX, si bien ya en el XVI se alzaban voces, como la de Maquiavelo, que aspiraban a que alguien lograra hacer de Italia un reino parecido a lo que eran los de España o de Francia). En ningún caso, sin embargo, se hablaba de naciones ni de estados en el sentido que es habitual ahora. Eso no ocurrió en ninguna parte hasta fines del siglo XVIII.
El nombre de «estados» empezó a usarse en Norteamérica. Con la independencia lo adoptaron las trece colonias británicas. Casi por el mismo tiempo a los antiguos reinos de Europa se les empezó a llamar «naciones». La batalla de Valmy (1792), en que el grito «vive la Nation» de los revolucionarios franceses tanto impresionó a Goethe, los discursos universitarios de Fichte (1808), el filósofo prusiano de la «deutsche Nation», y la Constitución española de Cádiz (1812) están en el origen y en la rapidez con que se extendió en todas las lenguas el nuevo significado de «nación», que viene del latín, donde quería decir algo así como «gente» o pueblo no organizado en unidad política.
Concretamente, en España, el 24 de septiembre de 1810 se constituyeron en Cádiz las «Cortes generales y extraordinarias del Reino» y declararon que en ellas residía la «Soberanía de la Nación», y que «la cesión de la Corona que se dice hecha en favor de Napoleón es nula y de ningún valor no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por faltarle el consentimiento de la Nación». Dos años después, en el texto final del famoso 19 de marzo, el título primero menciona hasta seis veces en poco más de doce artículos la Nación o la Nación española.
En todas las otras constituciones o proyectos constitucionales de España, comprendida la republicana de 1931 (artículo 67), se menciona también la Nación o la Nación española repetida e inequívocamente o se la advierte presente desde su misma inspiración. A nadie se le pasó nunca por la cabeza designar con esta palabra a cualquiera de las entidades subestatales que en cualquier momento pudieran diseñarse. Lo mismo sucede en los demás países políticamente desarrollados de Europa y de los otros continentes.
Por eso es disparatado llamar «nación» a cualquiera de las comunidades autónomas en las que se organiza territorialmente el Estado según el artículo 137 de la Constitución española vigente, que como se lee en su artículo 2 se fundamenta en la unidad de la Nación española, a la vez que «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran».
Esas «nacionalidades» y «regiones» que integran la Nación española tienen derecho a ser reconocidas y garantizadas como tales, pero no como «naciones». Es lo que en los últimos casi treinta años han hecho las Cortes Generales con los Estatutos y los sucesivos gobiernos de la Monarquía parlamentaria con la transferencia de competencias de la Administración central a las autonómicas.
«Nación» en el lenguaje actual del derecho público generalmente aceptado en todo el mundo implica «soberanía». Sean monarquías o repúblicas, se llama naciones a las comunidades políticas que funcionan separada e independientemente unas de otras, igual que tres siglos antes los reinos de entonces. Basta recordar la naturaleza y los nombres de la ONU y de la OTAN, por no mencionar otras organizaciones interestatales -«internacionales»- que a los españoles les caen más de lejos, como NAFTA, ANZUS, etc.
En el caso de España, sin necesidad de remontarnos a precedentes tan hermosos y lejanos como el elocuente poema en prosa -«Laus Hispaniae»- de Isidoro de Sevilla de principios del siglo VII o al proceso unitarista de la Edad Media, se puede afirmar que a lo largo de toda la historia moderna y contemporánea, de monarquías, repúblicas, revoluciones e incluso dictaduras, los poderes públicos y los ciudadanos, con pocas excepciones y casi ninguna de ellas seria, se han considerado siempre miembros de esa unidad política que desde hace doscientos años se llama la «nación española». En los pasados siglos sus piezas maestras fueron la Corona y el pueblo, el «Soberano» y los súbditos. Ahora, con la Constitución democrática de 1978 se han invertido los papeles, porque la soberanía reside en la Nación y en su indisoluble unidad y el Rey la encarna y representa. Pero ni el poder se parte ni la nación se trocea.
Desde algunas Asambleas regionales de comunidades autónomas, una conjunción antinatural -y probablemente efímera- de «separatistas», comunistas, socialistas de cuyo patriotismo español no se debe dudar y nacionalistas templados (y pronto quizá las izquierdas abertzales y los aranistas radicales) cree haber encontrado la piedra filosofal o haber logrado la cuadratura del círculo. El «abracadabra» o «fórmula mágica» empleada en el «nuevo estatuto catalán» en vías de aprobación y que luego ha sido copiado en el proyecto andaluz es el escueto sintagma «realidad nacional». Nada aparentemente más claro que estas dos palabras. «Realidad» en español, según los sabios de la Academia, es la «existencia real y efectiva de una cosa», y «nacional», «lo perteneciente a una nación»; o sea, que decir «realidad nacional» es igual que decir «nación». Francia, Rusia, Alemania, Suecia, España, Holanda, los Estados Unidos, Japón, Suiza y todos o casi todos los miembros de Naciones Unidas son reconocidos en el mundo entero como «realidades nacionales» o, lo que es igual, como «naciones». No es ese el caso de Cataluña, ni el de Andalucía ni el de las comunidades autónomas que pretendieran sumarse a esta confusión semántica. «Realidad nacional» o significa Nación como cuando se aplica a España o es lo que los medievales llamaban un «flatus vocis».
La referencia a la antigua fórmula mágica «abracadabra», que en el griego original donde la acuñaron unos gnósticos de Egipto en los primeros siglos del cristianismo se decía «abraxas», no es una expresión traída por los pelos al texto de este artículo. Porque en inglés, donde no es desconocida, y en otras lenguas cultas a esa expresión antiguamente mágica, que en época moderna no funciona como tal, se le conoce una segunda expresión: «lenguaje confuso e ininteligible». Un sinónimo inglés es «nonsense».
«Realidad nacional» en español sólo se puede decir de España. Referirse con esta expresión a una de nuestras comunidades autónomas no sólo sería anticonstitucional, sino que podría calificarse de apropiación indebida.
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