martes, 1 de noviembre de 2005

Los riesgos de una reforma precipitada

Editorial ABC
 
EL nacimiento de la primogénita de los Príncipes de Asturias ha sido recibido con gran satisfacción por el conjunto de la sociedad española. Acaecido en mitad de un largo puente festivo y en vísperas de un debate político de máxima relevancia, es muy significativo que este feliz acontecimiento acapare hoy el interés de los medios de comunicación y las conversaciones de los ciudadanos. De paso, tan dichoso acontecimiento contribuye a destensar el patio y los ambientes políticos, sometidos a la abrasión que viene provocando el debate sobre el Estatuto catalán. Todo ello refleja el arraigo indiscutible de la Monarquía, relacionado sin duda con la especial sensibilidad de la Familia Real para conectar con muy diferentes sectores sociales.

Por razones obvias, buena parte de los comentarios giran en torno a la eventual reforma de la Constitución para eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en el orden sucesorio de la Corona. ABC expresaba ayer -nada más producirse la noticia- un criterio muy definido: «El cambio puede esperar», puesto que existen razones prácticas para evitar que se incurra en una precipitación inoportuna. Equiparar a ambos sexos en este y en cualquier otro caso está justificado por argumentos de todo tipo, pero no es una cuestión prioritaria en la circunstancia actual de la vida política española. Con la prudencia propia del caso, Don Felipe ha expresado también su criterio de que la reforma ha de llevarse a cabo en el momento oportuno. Corresponde ahora al Gobierno y a los partidos políticos determinar cuál es la ocasión propicia para poner en marcha el complejo mecanismo que permita dar una nueva redacción al artículo 57.

Ante todo, es imprescindible que se respeten de forma escrupulosa los procedimientos previstos. Surgen opiniones carentes de fundamento jurídico serio, en el sentido de que basta con utilizar la vía de la ley orgánica, prevista por el artículo 57.5. Sin embargo, dicho precepto nada tiene que ver con la cuestión que ahora se plantea, puesto que se refiere a la resolución por las Cortes de abdicaciones o renuncias, o bien de dudas jurídicas o de hecho. No es el caso. Tampoco basta con acudir, mediante una interpretación forzada de la norma fundamental, al procedimiento de reforma ordinaria del artículo 167, que permitiría evitar el referéndum. La Constitución ha querido preservar a la institución monárquica de las mayorías cambiantes, precisamente porque el Rey es símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Será indispensable utilizar, por tanto, el artículo 168, lo que conlleva la exigencia de mayoría de dos tercios en ambas Cámaras, disolución «inmediata» de las Cortes, nuevas mayorías de dos tercios y cierre del proceso mediante un referéndum nacional. Éste es el mecanismo previsto para una hipotética revisión total de la Constitución, así como para cualquier cambio en el Título Preliminar, en la parte sustancial del Título I (relativo a los derechos fundamentales) y, como es el caso, del Título II en su integridad.

Es obligado ponderar cuidadosamente, en este contexto, las circunstancias que concurren. Todas ellas vienen a confluir en el mismo punto de llegada: razones de prudencia política y de responsabilidad institucional aconsejan el aplazamiento de la reforma. Todavía es pronto para adivinar si el final ordinario de la legislatura será ese momento apropiado, como parece tener muy claro el ministro de Justicia. Aunque se trata de una simple coincidencia, no puede desconocerse que el nacimiento de la Infanta se produce en los mismos días en que la Constitución está siendo sometida a una auténtica prueba de fuego. Mañana se inicia en el Congreso un debate trascendental para la vertebración territorial de España. Mezclar la reforma del Título II con esta controversia de alta densidad política sólo favorece a quienes son expertos en pescar en río revuelto. Basta recordar que el mismo procedimiento del artículo 168 habría de aplicarse -en su caso- a la modificación del artículo segundo, en el que se proclaman la indisoluble unidad de la nación española y el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones. En puridad, si se otorga a una comunidad autónoma la consideración de «nación» (o cualquiera de las fórmulas análogas que se manejan) debería procederse a una reforma constitucional que requiere la concurrencia de las dos fuerzas políticas mayoritarias y la decisión última del pueblo español. No hace falta insistir en la inconveniencia de que se pongan en relación, aunque sea puramente formal, una y otra reforma de la Constitución. Porque, en este sentido, la intención del Gobierno de hacer un pack con otros retoques, multiplica los peligros, pues esos pescadores en río revuelto encontrarían más material ( de diverso tipo, pero siempre delicado) para forzar transacciones indeseables.

Pero un riesgo no menor deriva del sometimiento a una consulta popular específica de la alteración del orden sucesorio. La prudencia exige impedir extrañas interpretaciones plebiscitaria acerca de la monarquía parlamentaria, forma política del Estado que suscita hoy día la adhesión de una gran mayoría social. Esta consulta supondría una caja de resonancia para opciones minoritarias, incluidas las posiciones republicanas de algunos socios parlamentarios del Gobierno.

Nadie pone en cuestión la legitimidad de la Monarquía de todos, encarnada por la figura excepcional de Don Juan Carlos, de cuyo reinado se cumplirán pronto treinta años. La continuidad dinástica está garantizada por Don Felipe, cuyo compromiso con el proyecto de la España constitucional está más que acreditado, y ahora también por la Infanta recién nacida. En último término, la Constitución regula con el máximo rigor el régimen jurídico de la sucesión a la Corona, que sólo debe ser modificado cuando el sosiego, y no la crispación, marque la pauta de nuestra realidad social y política.
 

1 comentario:

Anónimo dijo...

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