lunes, 21 de noviembre de 2005

LA ECONOMÍA EN LA ERA DEL REY JUAN CARLOS I

Por JUAN VELARDE FUERTES
ABC
 
A lo largo del reinado de Don Juan Carlos I, desde el punto de vista de la economía española, se ha duplicado el PIB por habitante en términos reales, ha avanzado notablemente nuestra convergencia, no sólo con la Unión Europea, sino dentro del conjunto de países más desarrollados del mundo y la distribución de la renta se hizo mucho más igualitaria, hasta el punto de que estamos, incluso en ese sentido, con unos datos mejores que los de Francia y Gran Bretaña, y por supuesto, que de los Estados Unidos.

En todo esto, ¿tuvo algún papel importante el Monarca? Podría creerse que su colaboración fue nula, por haber seguido un viejo consejo que Quesnay dio al Delfín sobre las ventajas del liberalismo. En cierta ocasión en que el Delfín -el hijo de Luis XV-, se quejaba ante Quesnay por la dureza y dificultad que suponía el desempeñar el puesto de rey, el famoso fisiócrata replicó: -«Señor, no pienso así». -«¿Qué haríais, pues, si fueseis rey?», dijo el Delfín. -«Señor, no haría nada». -«¿Y quién gobernaría?» -«Las leyes naturales», concluyó Quesnay, porque «el deber del soberano es dejar hacer, dejar pasar, porque el mundo marcha por sí mismo». No en balde subrayaba Perpiñá Grau que el mundo fisiocrático se centraba en torno a este dístico latino: Ex natura, jus, ordo et leges. Ex homine, arbitrium, regimen et coercitio.

Creer en algo así sería formular un juicio erróneo sobre Juan Carlos I porque fue precisamente su acción la que, en varios momentos decisivos, movió la realidad económica española en un sentido muy positivo.

La primera de estas actuaciones fue abrir un proceso constituyente que permitió pasar pacíficamente, sin rupturas, de las Leyes Fundamentales del régimen político anterior a la Constitución de 1978. Esto tiene también un calado económico extraordinariamente importante. Análisis recientes, con motivo del segundo centenario de los acontecimientos de 1789, sobre la Revolución Francesa, particularmente los de Chaunu, muestran que el bienestar logrado por los Borbones de Francia fue lo que provocó una oleada de planteamientos a favor de un régimen político liberal y democrático. Se produce, inmediatamente, una relación funcional entre desarrollo y realidad política democrática y liberal a partir del estallido de la Revolución Industrial. En espacios cortos de tiempo es posible desarrollar a un país sin concederle libertad, pero este desarrollo exige pronto libertad y ésta se premia con más desarrollo, como nos insiste el premio Nobel de Economía Armartya Sen. Pero este paso de otorgar la libertad política es muy difícil. Existen siempre potentes fuerzas inmovilistas, que incluso consideran traidores a quienes no mantienen la defensa de la situación política previa, y no menos potentes fuerzas rupturistas, revolucionarias, que, como aconteció en España de 1808 a 1843, se ponen al servicio del cambio, ajenas a los costes que ello produce en la mayoría de la población. Haber dirigido, desde diciembre de 1975 a diciembre de 1982, la delicada operación de la Transición, fue la aportación esencial del Rey. Después, efectivamente, las cosas marcharon por sí mismas, incluso ante problemas tan delicados como una fuerte oleada de corrupción o el terrorismo de ETA. El Rey ya no necesitaba estar en el primer plano político.

La segunda aportación del Monarca a la prosperidad económica está relacionada con la paz social. No es posible desarrollo económico con un ambiente crispado. Dentro de la política de la Transición, se encuentra el respaldo al Pacto de La Moncloa y a la serie de consensos que van desde el Acuerdo Básico Interconfederal que sigue al citado Pacto, hasta llegar al Acuerdo Económico y Social que se extingue en 1986. Sin esta atmósfera, en parte reforzada por las admoniciones de Don Juan Carlos el 24 de febrero de 1981, no hubiese sido posible conseguir algún orden y concierto en nuestra economía. De ahí procede la definitiva puesta en marcha de la reforma tributaria así como la política de concertación social. A partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín, se esfumaron, salvo la de los ecologistas, todas las utopías, y sindicatos y partidos de izquierda ya no buscaron cómo sustituir al capitalismo. También aquí Juan Carlos I podía dejar de estar en el primer plano.

La tercera se llama Europa. En principio, los «nueve» estaban a gusto en su soledad. La aparición de los dos países ibéricos europeos en su seno podía esperar muchísimo. Incluso cabía en lo posible que se denunciase el Acuerdo Preferencial Ullastres. Marcelino Oreja Aguirre puede dar, sobre todo esto, noticias muy jugosas. Pero ningún político europeo o norteamericano estaba dispuesto a castigar el serio esfuerzo de cambio político pacífico en el que estaba empeñado el Monarca español. De ahí que hubo, efectivamente, negociaciones duras, largas, y mal llevadas más de una vez por España. Pero en 1985 todo se había coronado, y lo que quedaba era preparar a nuestra economía para el choque comunitario. El que la reacción acabase en forma de crisis de 1992-1995, se debió a otros motivos, pero la base para aprovechar nuestra incorporación a Europa, estaba establecida con firmeza desde la firma del Tratado en el Palacio de Oriente el 12 de julio de 1985. En adelante ya no iba tampoco a ser preciso el respaldo del Monarca.

Finalmente, ahora mismo basta con acercarnos a Iberoamérica, para comprobar hasta qué punto nuestra economía comienza a tener un papel de primer orden dentro de toda la región. La figura del Rey ha hecho mucho, sencillamente con su presencia, para que estas ventajas mutuas posibles, que siempre hieren otros intereses, no cesen de incrementarse. Todos los que hemos recorrido estos países, sabemos hasta qué punto Don Juan Carlos no es el Jefe de Estado de un país, por supuesto, hermano, pero también extranjero, sino una persona de casa. En Guayaquil escuché de labios de un cardiólogo local, algo así como: -«Dice muy bien nuestro Rey...» Yo le interrumpí para preguntarle de qué Rey hablaba. Me contestó, casi considerándome tonto del capirote: -«Pero ¡qué Rey va a ser! ¡El mío, que es el mismo que el suyo!». Esto, como el idioma, como la base sociocultural común, crea unas economías externas en favor de las empresas españolas más allá de todo lo imaginable. Aquí sí que sigue presente, y cómo, la figura de Juan Carlos I. Más de una vez su palabra servirá para que no se produzcan traumas en esas relaciones.

Democracia, paz social, Europa e Iberoamérica son cuatro hitos que resulta difícil que hubieran podido alcanzarse como se alcanzaron sin la existencia a lo largo de estos treinta años del rey Juan Carlos. A través de ellos es como el papel de nuestro Monarca se ha convertido en un factor importante del avance de la economía española.

 

 

No hay comentarios: