viernes, 31 de julio de 2020

Al exilio: así cayó Alfonso XIII

Son las 9 de la noche del 14 de abril de 1931. Un hombre alto y delgado, que adorna su rostro con un bigote para distraer la atención que reclama su colgante labio inferior, sale del Palacio Real de Madrid por una puerta secreta que va a dar al Campo del Moro, la antesala de la Casa de Campo. Es un rey sin trono. Acaba de abandonar su cargo, aunque no ha renunciado a su título porque, como les ha dicho a sus pocos leales antes de dejar el palacio, no puede renunciar a unos derechos que son históricos, de los cuales algún día tendrá que rendir cuentas. ¿Ante quién? Ante la propia historia.  

jueves, 30 de julio de 2020

Monarquía parlamentaria o caos

Agustín Valladolid

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la República Italiana ha tenido doce titulares. La edad media de los presidentes italianos en el momento de acceder al cargo es de 72,3 años, y subiendo. Los que más edad tenían cuando tomaron posesión del antiguo palacio papal del Palazzo del Quirinale fueron el socialista Sandro Pertini, que lo hizo con 82 años, y el comunista Giorgio Napolitano, con 81. El actual, Sergio Mattarella, fue elegido en febrero de 2015 con 74 años y acaba de cumplir los 79. Italia siempre ha entendido el valor político de la gerontocracia. Personas de contrastado prestigio, de comportamiento casi siempre intachable que ya no tienen nada que perder, que no le deben nada a nadie, y cuya principal aspiración es pasar a la historia por haber prestado un buen servicio a su país. Fue precisamente el más joven en ocupar el sillón que estrenara provisionalmente Alcide de Gasperi en 1946, el democristiano Francesco Cossiga (57), el de gestión más polémica y cuestionada. (...)

España se quedó fuera del Plan Marshall y de los aires de libertad que inundaron Europa tras la derrota del Eje. Italia nos saca una ventaja de 35 años en términos de ejercicio democrático, por muy imperfecto que este haya sido en determinados tramos de su historia reciente. Italia tiene banquillo de sobra para surtir con garantías las necesidades del sistema republicano. España no. Nos queda mucho para plantearnos en serio un cambio de régimen. Ni tenemos banquillo, ni, lo que es mucho peor, contamos con la clase política capacitada para liderar un cambio de tamaña naturaleza. Cualquier intento que se diera hoy en esa dirección sería suicida. Porque no es verdad, no podemos engañarnos. Los que con mayor ahínco fuerzan el debate no tratan de sustituir a la Monarquía por la República, sino por el vacío. Y lo saben. El objetivo no es promover de forma ordenada un referéndum constitucional, sino ante la dificultad de un pacto de lealtad entre los grandes partidos, bloquear a Felipe VI y acelerar el descrédito de la Corona para provocar un desierto institucional que acabaría desembocando en una monumental crisis de Estado. (...)

No hay que negar la evidencia; el asunto es grave y podría serlo más si se entorpece la acción de la Justicia, única salida compatible con la reparación eficaz de los graves desperfectos ocasionados y requisito imprescindible para la reposición de la que para muchos ha dejado de ser una verdad sin matices: que Felipe VI no es Juan Carlos I.    

Hay que dejar actuar a la Justicia, pero no solo. En un momento de extraordinaria gravedad económica y social, cuando el desempleo amenaza con excitar aún más la ya de por sí natural tendencia de los extremos hacia la práctica desaforada de la demagogia; cuando crecen las dudas entre nuestros socios sobre la capacidad de la gris clase política española para gestionar con eficacia el maná de los 140.000 millones, y la creciente polarización política anuncia el definitivo extravío de toda cordura, el mayor peligro es el que acarrea la tentación de romper viejos consensos y utilizar banderas e instituciones para soslayar la responsabilidad de cada cual en lo que podría llegar a ser nuestro mayor fracaso colectivo desde 1936.

Pedro Sánchez y Pablo Casado pueden discrepar en todo lo que estimen conveniente, pero no en esto. No tienen derecho a hacerlo. Son jóvenes y les falta la experiencia, pero deben cerrar este capítulo y hacer una defensa conjunta y contundente de la Corona. Porque no hay banquillo. Porque no hay alternativa. O, mejor dicho: porque la alternativa es el caos. 

miércoles, 15 de julio de 2020

Asedio y defensa de la Monarquía

Guillermo Gortázar 
El Español 

La ofensiva contra la Constitución de 1978 está llegando a su punto culminante. El objetivo es la piedra angular del edificio: la Corona. Lo que está en juego es la libertad, la democracia y la continuidad de España como Nación.

Se trata de un proceso de derribo constitucional, iniciado poco antes de 2004, implementado por Zapatero, escamoteado por Rajoy y acrecentado por y durante el gobierno Sánchez-Iglesias. Un empeño rupturista que nos conduce a la quiebra de la convivencia política de los españoles.

El presidente de Gobierno tiene la obligación constitucional de defender todas las instituciones y la más importante, en una monarquía parlamentaria, es la Corona. Sin instituciones no hay democracia ni seguridad jurídica. Espero que la próxima mayoría política, alejada de la inestabilidad que genera el componente comunista y sectario de este gobierno, devuelva las aguas a su cauce.

Las monarquías parlamentarias caen por tres motivos: una derrota militar incontestable, corrupción o incumplimiento constitucional. Ninguno de los tres supuestos afectan en España a la Institución ni a su titular, Felipe VI. De ahí el ataque a Don Juan Carlos tratando de arrastrar a la Corona; estamos ante un ataque a Don Felipe en la persona de su padre.

En el balance político (y ya Historia) del anterior monarca está presente el intento de pasarle factura por agravios del pasado junto con un proyecto político alternativo republicano federal, que apoyan la extrema izquierda y los separatistas por cuanto es la antesala del reconocimiento de una soberanía "compartida".

A la espera de un esclarecimiento de los hechos por vía judicial, hasta Don Juan Carlos tiene derecho a la presunción de inocencia. El ataque al prestigio de un Rey sale gratis con toda clase de invenciones y hasta insultos desde la inmunidad parlamentaria o desde los medios de comunicación por cuanto el Monarca no puede ni debe rebajarse a contestar a tertulianos o confidentes sobre supuestas irregularidades.

El ejemplo más revelador fue la condena por "enriquecimiento ilegítimo" de Alfonso XIII, que el abuelo de Don Juan Carlos tuvo que soportar desde 1918 hasta su muerte en 1941.

Poco después de proclamada la II República, el 14 de abril de 1931, el gobierno republicano hizo una auditoria exhaustiva sobre los bienes privados de Don Alfonso y el dictamen demostró la honradez del Monarca. El socialista Indalecio Prieto y Manuel Azaña ocultaron el dictamen exculpatorio que, finalmente, vio la luz en 1986. El Congreso de los Diputados republicano, instituido en tribunal de justicia, en noviembre de 1931, condenó al Rey y expropió todos sus bienes privados.

En relación al donativo a Don Juan Carlos se tardará igualmente muchos años en conocer una versión que se aproxime a la verdad de lo sucedido. Una donación en sí misma no constituye delito. El relato final será obra de historiadores que dispongan de documentos fehacientes de fuentes contrastadas y alejados de las versiones apasionadas o interesadas.

Este episodio de la disposición de una donación de Arabia Saudí se compadece mal con la versión del New York Times, el 28 de septiembre de 2012, que informaba de la inmensa fortuna de Don Juan Carlos, que el periódico estimaba en 2.300 millones de euros.

Los enemigos de la estabilidad institucional han repetido hasta la saciedad esa información del periódico norteamericano sobre la "inmensa fortuna" de Don Juan Carlos. Ahora, esa cifra se ha olvidado por ser desmesurada y absurda (entre otras cosas incluía entre sus propiedades el Palacio Real) y los fabuladores se centran en el culebrón de una aventurera extranjera.

Sea cual sea el veredicto final de este tema de la donación saudita tengo la seguridad de que en el balance de su largo reinado, a Don Juan Carlos se le juzgará más por su generosidad y cumplimiento de la Constitución que como un gobernante infausto. Los cuarenta años de su reinado son sin duda, nacional e internacionalmente, los mejores de España en todo un siglo.

Don Juan Carlos, teniendo todo el poder en 1975, no dudó en restituirlo a la soberanía nacional, si bien el poder ejecutivo, desde 1977, es el que se ha encargado en acrecentar su preponderancia sobre todos los demás; en la crisis constitucional del 23-F de 1981, don Juan Carlos frenó un golpe de Estado que nos habría hecho retroceder una década y, desde 1982, el Rey cumplió el sueño de Alfonso XIII de que socialistas moderados gobernaran en una monarquía parlamentaria al igual que en el resto de monarquías europeas que eran, y son, un modelo de democracia, estabilidad y continuidad histórica.

Don Juan Carlos es el único político relevante español que en cuarenta años ha pedido perdón por sus errores y los ha pagado con una abdicación que es un profundo desgarro personal. Por todo ello, merece respeto y no mezclar lo que es una clarificación de hechos y presuntas responsabilidades personales con la ofensiva republicana de extremistas impresentables que nos retrotrae a lo peor de nuestra historia del siglo XX.

jueves, 9 de julio de 2020

Para defender la democracia, proteger al Rey Felipe VI

Justino Sinova
El Español
 
El autor desmiente que los valores republicanos sean los propios y exclusivos de la democracia, une a la Monarquía el destino de las libertades en España y lamenta las campañas contra la Corona.

Cuando estos días Felipe VI y Letizia se acercan a la gente, en un plan de comunicación y presencia preparado en La Zarzuela, suelen surgir de entre los espectadores dos vítores: un tradicional "Viva el Rey" y un añadido "Viva España". Es una novedad que no ha pasado inadvertida, y que es producto de esa intuición popular que aflora espontáneos afectos y temores.

En este caso, lo significativo no es lo primero, los afectos, las cortesías que los Reyes suelen recibir en las calles, sino lo segundo, los temores, las desazones provocadas por inauditos aspectos de la gestión política, que la gente percibe y traduce apelando al nombre de la nación. Es una intuición certera lo de unir Rey y España, que se traduce en la necesidad de conjurar un riesgo y afianzar la normalidad.

Felipe VI y España equivalen a jefe del Estado y democracia, porque la democracia española descansa en la Jefatura del Estado desempeñada por el monarca y depende de la continuidad de la Monarquía. No se escandalicen quienes sienten la república como sinónimo de libertad, porque las formas de gobierno son accidentales. Hay repúblicas que actúan como dictaduras: China, Cuba, Venezuela… Hay Monarquías que ejercen como democracias: Gran Bretaña, Suecia, Noruega… y España.

Uno de los simulacros que más se repite entre nosotros es que necesitamos la república para asegurar la libertad de la gente, cuando un simple repaso a nuestra historia evidencia el fracaso de las dos experiencias republicanas y, en especial, los déficits democráticos de la segunda, la de 1931.

Hay obsesión por blandir el enunciado "valores republicanos" como compendio de las libertades y los derechos fundamentales propios de la democracia. En el caso español es un concepto que significa lo contrario pues la II República se dotó de una Constitución votada por la izquierda, rechazada por la derecha y anulada en la práctica al agregarle la llamada ley de Defensa que incluía unas medidas de represión política incompatibles con un sistema de libertades.

Esos valores mal llamados republicanos son los contenidos en la Constitución de consenso de 1978 impulsada por la Corona, que protege todos los derechos y libertades propios de las más consumadas democracias. Es una precisión histórica y cabal que la actual Monarquía española ampara un sistema más justo, más liberal y más humano que el de la II República.

Por eso, defender la democracia en España requiere empezar por proteger la Monarquía, operación nada fácil ahora que los enemigos del Rey se han infiltrado en los más altos escenarios políticos. El verbo infiltrar ha gustado siempre mucho a los comunistas porque define uno de sus principales ardides, el de penetrar en las instituciones, lo que algunos llaman entrismo sin éxito lingüístico -la RAE no ha llegado a aceptarlo- pero sí estratégico.

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