Lluis Foix
La Vanguardia
Los ingleses son un pueblo sentimental que se emociona con los símbolos, los desfiles y las victorias deportivas. Es un ritual de todos los tiempos el entusiasmo hacia la monarquía. Lo hemos visto este fin de semana con el nacimiento del que será un día rey de Inglaterra.
Y digo que lo será porque, si no cambian sus usos y costumbres, la monarquía cumplirá con su cometido a pesar de las tropelías que algunos de sus miembros hayan podido perpetrar. Son sentimentales pero prácticos, con una desconfianza formidable hacia lo abstracto y lo ideológico que es lo que ha proporcionado a los ingleses su envidiable historial de tolerancia, de irónica inmunidad a lo intelectualmente carismático, Steiner dixit.
Inglaterra no aceptó la Revolución Francesa. Edmund Burke escribió sus impresiones sobre lo que ocurría en París en 1790, un año después del asalto de la Bastilla, diciendo que la revolución sería un desastre por sus fundamentos abstractos que ignoran la complejidad de la naturaleza humana. Reflections on the revolution in France es un libro muy vigente. Ellos ya protagonizaron la incruenta revolución industrial de 1688. Simplemente, se cambió un rey por otro.
Los ingleses supieron hacer revoluciones que no atacaran el principio de legitimidad. Y la legitimidad no viene de una Constitución escrita, sino del sentido práctico de la política. La reina Isabel, a sus 87 años, es querida porque en su rostro se dibuja el sufrimiento personal y el declive de un país que cuando subió al trono hace 60 años poseía colonias en medio mundo. Ni su hijo pide la abdicación.
Los ingleses pueden explotar de alegría y emborracharse por las calles de Londres para celebrar el nacimiento del futuro rey. Castlereagh, pieza clave en el Congreso de Viena que puso fin a las guerras napoleónicas en 1820, decía que "cuando el equilibrio territorial europeo se ve perturbado, Inglaterra es capaz de intervenir eficazmente, pero es el último gobierno en Europa del que cabe esperar aventuras o compromisos de cualquier tipo en cuestiones de índole abstracta".
Es sintomático que ni el fascismo ni el estalinismo pudieran suscitar emoción más que en unos pocos en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. No se fían de los intelectuales. Les escuchan atentamente pero van a lo práctico, a los intereses, a la realidad de la vida ordinaria.
Han aceptado una monarquía ornamental, sin poderes, dotándola de palacios, tierras, títulos y parafernalias varias que mantiene la cohesión tanto entre los votantes de izquierdas como de derechas. Llamar intelectual a alguien en Inglaterra es casi un reproche o una burla. Steiner dice que un pensador, un thinker, no es un epíteto que se sienta cómodo en la lengua de Shakespeare. El boato, pompa y circunstancia de estos días es una cortina para liberar emociones.