domingo, 26 de noviembre de 2006

La Reina

QUIZÁ la escena que explica la turbación de Isabel II, Reina de Inglaterra, en la magnífica recreación cinematográfica de Stephen Frears -The Queen- sea esa en la que Cherrie Blair recuerda a su marido, ya primer ministro, que en Gran Bretaña no existe Constitución. El aserto es una verdad a medias: no hay Carta Magna escrita sino una Constitución consuetudinaria que ha dotado a todo el conjunto del derecho británico de una versatilidad y flexibilidad del que carece el franco-latino que en España padecemos más que disfrutamos.
La Reina Isabel se enfrentó en agosto de 1997 a un hecho insólito: la Princesa de Gales -Diana Spencer-, divorciada ya de su hijo Carlos, heredero de la Corona británica, sin tratamiento de Alteza Real -lo que la excluía de la Familia Real- moría en París en un brutal accidente de tráfico. ¿Qué hacer? Isabel II actuó inicialmente conforme a pautas inerciales: el hecho -luctuoso, desde luego- era un «asunto privado» de la familia Spencer que concernía a la Familia Real sólo privadamente en la medida en que los nietos de la soberana eran hijos de la Princesa de Gales. Ella y su familia siguieron en el castillo escocés de Balmoral, ajenos a la convulsión de la trágica muerte de la «princesa del pueblo» según expresión elevada a categoría socio-política que acuñó Tony Blair para definir -acaso para describir- a la Princesa muerta.
La Soberana -rodeada de una parentela de dudosa perspicacia- acometió el asunto con la dignidad que le imponía una permanente inexpresividad emocional y un distanciamiento casi sanitario de todo contacto con el sentimentalismo que invadió Gran Bretaña y buena parte del mundo occidental. Ella actuaba según un canon no escrito pero constante que exigía un extremo rigor en la alteración de los usos reales. Cuando Isabel -excelsamente interpretada por Hellen Mirren- rompe en llanto en la soledad de un paisaje escocés que sugiere en la película una enorme desolación, Frears hace que la actriz retire el rostro de la pantalla, evitando el imposible plano de una Reina de Inglaterra llorando, más que por la Princesa de Gales muerta -a la que no mostró afecto alguno-, por su propia y laberíntica soledad. Durante casi toda la cinta, la actitud de la Reina es una pregunta constante sobre cómo ha de actuar y, sobre todo, una interpelación personal acerca de si ella está legitimada para romper con convenciones de más de mil años ante una situación que no encuentra precedente en la historia.
Su familia -concretamente su padre, Jorge VI, Rey por abdicación de su tío Eduardo VIII- ya había demostrado que la infracción de los códigos internos de la Monarquía conducían a una suerte de ostracismo. El Duque de Windsor -casado con la divorciada Wallis Simpsom- le puso en un Trono para el que ni ella ni su progenitor -tartamudo, por cierto- estaban llamados. La Reina madre -Isabel, histriónica e insensible en la película- se había comportado con extrema dureza con su cuñado y jamás aceptó a su consorte. Los Windsor no podían permitirse que una Monarquía parlamentaria, sin Constitución a la que atenerse, sometidos a los gobiernos sucesivos -once primeros ministros ha tenido Isabel II, incluido Blair- incurriese en un solo resbalón a propósito del realce funerario a una sedicente Princesa de Gales que había reventado la cohesión del clan familiar, convertido sus actividades en un espectáculo mediático a menudo frívolo y arrastrado a la institución de la Corona hasta las páginas amarillas de los inmisericordes tabloides londinenses. Si el pueblo británico entendió y aceptó que en 1936 Eduardo VIII abdicase para casarse con una divorciada ¿iba a exigir ahora que la Monarquía se comportase de manera diferente obviando la traición de Diana Spencer a la institución?
El transcurso de los días -la acción discurre en siete jornadas- agiganta la figura de la Princesa muerta y empequeñece a la Reina en un aparente egoísmo endogámico. Isabel II es una mujer que sufre y que lo que le hiere no es la supuesta humillación de homenajear a una nuera que no le trajo más que quebraderos de cabeza. Lo que realmente le desazona es su propia capacidad para entender qué está ocurriendo y cómo ella -en tanto que Reina- debe comportarse. Y lo hace -con la ayuda inestimable de Blair, a la vez culpable de engrandecer la memoria de Diana Spencer- según el sentido de los tiempos: desafía a su entorno, rompe el aislamiento escocés, se traslada a Londres, se acerca a su pueblo, lee una declaración de condolencia emitida por las televisiones de medio mundo, baja su real cabeza al pasó del carruaje que traslada los restos de Diana de Gales a la abadía de Westminster, soporta el encendido elogio fúnebre del hermano de la que fuera la madre de sus dos nietos, saluda al mundo de la moda, la farándula y el dinero fresco que se da cita en las honras fúnebres y, así, de nuevo, se abraza a su gente redactando la historia de la Monarquía británica en uno de sus episodios más comprometidos. Ahora, con más de ochenta años y cincuenta y tres de reinado, Isabel II es querida y admirada por su pueblo porque a él se entregó incluso superando los más acendrados sentimientos de repudio hacia una mujer que pudo llevarse por delante la institución milenaria que ella encarna.
The Queen es un película monárquica que sólo una mirada epidérmica considerará republicana. Muestra -en la pequeñez de unos personajes frecuentemente vulgares- la grandeza con que les dota la misión a la que están llamados, no por mandato democrático directo, sino por un uso arraigado en lo más profundo de la sociedad británica. La dificultad de una Monarquía sin Constitución escrita se solventa con una doble normativa consuetudinaria: los usos internos de la dinastía y el sometimiento al Gobierno elegido por el pueblo. Desde 1649 -cuando Oliver Cromwell, lord protector, condenó y ejecutó a Carlos I Estuardo, Rey de Inglaterra-, la Monarquía británica ha hecho siempre lo que se esperaba que hiciese.
Y en algo nos parecemos los españoles a los británicos: no es cierto que no seamos monárquicos y sí sólo juancarlistas. Cuando no hemos tenido Monarquía hemos incurrido en Repúblicas fracasadas, y momentos históricos hubo en que buscamos reyes a medida -Amadeo de Saboya- para, al final, volver a la legitimidad dinástica. En los Reyes, España ha amparado su unidad y su tradición; en ellos -hasta en los peores- ha encontrado la evocación nacional de España; nuestro pasado no se puede relatar sin enhebrar los acontecimientos con el avatar de la Corona; la cultura, la ciencia y las artes, deben a los Reyes de España impulso y dedicación. Y, desde 1975, democracia y libertad en una Monarquía constitucional en la que los Reyes pueden llorar, en la que el Jefe del Estado tiene en la Constitución su estatuto de facultades y obligaciones, en la que Don Juan Carlos encarna la unidad y permanencia del Estado.
Es aleccionador ver The Queen porque habla de la grandeza de la Monarquía al servicio del pueblo británico y lo es en otro sentido, en el doméstico, para comprobar que -en la diferencia entre Gran Bretaña y España- la nuestra es una Corona asentada con mayor seguridad y estabilidad en la que el Rey no ha de luchar contra sí mismo para cumplir con sus obligaciones. El viaje esta semana de los Reyes alultraperiférico archipiélago canario en afirmación de su españolidad e integración nacional es un ejemplo y remite a una institución de todos y para todos muy similar -en su esencia de identificación con la sociedad- a la que encarna Isabel II de Inglaterra, The Queen.
 
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Director de ABC

No hay comentarios: