... La realidad es que fue el gran protagonista de una transición política, que arrancó a España de la incertidumbre de un regreso en la historia y la abrió a la concordia...
HACE treinta años, el mes de julio, tras la designación de Adolfo Suárez por el Rey como presidente del Gobierno, la transición democrática cobró un especial impulso y se iniciaron los pasos que culminarían en 1978 con la aprobación de la Constitución.
Pocos días antes Suárez, aún Ministro, pronunció en las Cortes un discurso para presentar el proyecto de Ley de Asociaciones. En sus últimas palabras, antes de una cita de Machado, mencionó una frase que hizo fortuna y que pocos podíamos imaginar que constituía todo un programa político que más tarde pudo poner en práctica desde la cabeza del ejecutivo: «elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es simplemente normal».
Su discurso tomaba pie en las palabras del Rey el día de su proclamación, cuando definió el horizonte de nuestra convivencia como «una Monarquía democrática, en cuyas Instituciones, había un lugar holgado para cada español». Suárez, ante unas Cortes elegidas bajo el Régimen anterior, reclamaba «un cambio sin riesgo, una reforma profunda y ordenada, el pluralismo político, una Cámara elegida por sufragio universal, las libertades públicas de expresión, reunión y manifestación». Explicaba su propósito de interpretar lo que el país deseaba, aceptando la incitación de la realidad social para configurarla como realidad jurídica y política. Pedía, sencillamente, acomodar el derecho a la realidad, hacer posible la paz civil por el camino del diálogo, que sólo es posible entablar con todo el pluralismo social, dentro de las Instituciones representativas.
Este discurso de Suárez, que enlaza con la voluntad del Rey -auténtico motor del cambio- de abrir el paso a una democracia, explica su designación como Presidente del Gobierno, una decisión bien madurada en los años anteriores y que revela el acierto de la elección por alguien que le conocía bien y apreciaba las condiciones que en él concurrían: clara visión sobre los cambios que debían introducirse, capacidad de decisión en momentos difíciles, excepcional simpatía y gran confianza en sí mismo lo que le daba una extraordinaria seguridad que transmitía, a políticos, profesionales, o ciudadanos en general que quedaban cautivados por la fuerza de sus argumentos y la firmeza de sus convicciones.
En Suárez convergieron, desde la primera hora, presencias y ausencias, sospechas y apoyos, desconfianzas e ilusiones. Se llegó a juzgar su designación de «inmenso error» en un famoso artículo de un diario nacional; pero la realidad es que fue el gran protagonista de una transición política, que arrancó a España de la incertidumbre de un regreso en la historia y la abrió a la concordia y la esperanza.
Su programa político se inspiró, en gran medida, en normalizar lo que la opinión pública consideraba normal y elevar a categoría la idea del consenso, superando las miradas al pasado, para buscar entre todos una España de paz, justicia, libertad y democracia. Por eso propuso al Rey, desde los primeros Consejos de Ministros, una amplia amnistía aplicable a todos los delitos de motivación política o de opinión, la legalización de los partidos, la regulación democrática de los derechos y libertades, la vuelta a España de los exiliados de 1939 y la celebración de elecciones libres.
El 30 de julio, el Gobierno celebró un Consejo de Ministros en La Coruña donde se aprobó el proyecto de amnistía y a partir de entonces, Suárez se dispuso a urdir la estrategia para la reforma, sobre la base de que ésta había que hacerla desde la ley. Junto con Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes, estudió las distintas alternativas para el desarrollo y redacción de una norma que articulara la transformación legal del Régimen. El 10 de septiembre, el Gobierno aprobó el texto que fue presentado por Suárez aquella tarde a través de TVE, afirmando: «Tenemos confianza de que nada de lo que espera el pueblo español en el futuro, puede ser más difícil de superar que lo que ya ha sido resuelto en el pasado. No hay que tener miedo a nada. El único miedo racional que nos debe asaltar, es el miedo al miedo mismo». El 16 de noviembre el proyecto de ley se discutió en las Cortes con dos excelentes discursos de Miguel Primo de Rivera y Fernando Suárez. Este último, en una magistral intervención, rebatió que las Leyes Fundamentales no fueran modificables, afirmando que quien tenga confianza en que sus deseos coinciden con los del pueblo no debe poner reparos a que el pueblo se manifieste. El referéndum se celebró el 15 de diciembre con un resultado favorable del 94,2 por ciento de los votos emitidos.
El eco que la aprobación de la ley recibió en la prensa extranjera fue muy positivo: desde el «New York Times» que tituló «Asombrosa victoria de Adolfo Suárez» a «The Guardian», «Viva España democrática», y «Le Monde», «Las Cortes nombradas por el Dictador han enterrado al franquismo».
Adolfo Suárez quiso siempre potenciar todo aquello que podía unir, actuar de cara al futuro próximo, más que con los ojos puestos en el pasado, huir de querellas y disensiones y ponerse de acuerdo sobre unos cuantos principios e ideas fundamentales. Su preocupación fue limitar la línea de división y estaba convencido del error que significaba utilizar anacrónicamente motivaciones emocionales sobrepasadas o pretender respuestas sociales con gestos o actitudes de otros tiempos.
La paz y la convivencia, la aceptación del prójimo diverso, la necesidad de un cierto olvido para comenzar una historia común nueva, fueron el presupuesto que los españoles aportamos a la transición. Sabíamos que era urgente trabajar por la reconciliación final de nuestro pueblo y se creó un acuerdo básico, independientemente de nuestros orígenes y nuestras vivencias personales.
Lo que rechazamos, desde un principio, fue utilizar la memoria histórica como un instrumento de deslegitimación del adversario político y fuimos muchos los que desde la emoción y el respeto de nuestras propias vivencias personales, no vacilamos en mirar hacia el mañana, dejando a los historiadores que hicieran su tarea, que la escriban y que la revisen, que investiguen en los archivos, pero sin mezclarla con sentimientos. Porque sentimientos tenemos todos y son perfectamente legítimos y respetables y pobre de aquel que haya endurecido su corazón y borrado los recuerdos. Pero son precisamente éstos los que nos obligan, como decía Hanna Arendt, al perdón y a la promesa. El perdón, que para los cristianos forma parte de nuestro patrimonio. Bueno es recordarlo en esta época en que tanto se quieren extirpar los sentimientos religiosos; y la promesa que postulamos es para buscar una convivencia que contribuya solidariamente a construir el futuro desde la libertad, esa libertad que nace, crece y se diversifica en sus expresiones, a la vez que se unifica en su raíz personal.
El recuerdo de Adolfo Suárez, en estos días del aniversario de su designación, debe servirnos de memoria de lo que fue una ilusión compartida por millones de españoles y también una esperanza para seguir adelante. Y debemos hacerlo con audacia, pero sin poner en peligro la estabilidad política, social y económica y sin poner en juego la continuidad de nuestra nación. De ninguna manera caigamos en la tentación de resucitar las dos Españas, porque como en los versos del poeta, una de ellas puede helarnos el corazón.
España es todo lo que ha sido; su herencia es todo lo que han hecho sus hijos en todos y cada uno de sus siglos. Recuperemos el espíritu de la transición y sigamos trabajando por la paz y la concordia de los españoles. Sobre todo alejemos cualquier tentación de ruptura y desmembración que podrían hacer tabla rasa de lo que han sido logros importantes de estos últimos treinta años.
Mantengamos la memoria y con ella la esperanza. Y no dejemos en el olvido el mensaje de Adolfo Suárez que debe seguir vivo después de estos treinta años: «Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es simplemente normal».
(*) de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas