martes, 25 de octubre de 2005

La sucesión de los títulos nobiliarios

Por el Marqués De Tamarón

ABC

LA Proposición de Ley sobre igualdad del hombre y la mujer en el orden de sucesión de los títulos nobiliarios empieza ahora a ser tramitada en las Cortes. Pocos son todavía quienes se interesan en este asunto y menos aún los que entienden estas materias, pero cualquiera que lea este proyecto verá dos cosas en el acto: que va a tener consecuencias importantes para miles de personas y que esas consecuencias van a ser perjudiciales incluso para aquellos (o aquellas) en cuyo beneficio se supone que se dicta la ley. Y es que esta proposición, pese a estar presentada conjuntamente por el Partido Popular, el PSOE y la Coalición Canaria, no sólo es inútil sino que está tan sorprendentemente mal concebida y redactada que, de ser aprobada tal cual, heriría el principio de seguridad jurídica y daría pie a innumerables, inacabables y sucesivos pleitos. El provecho sería en exclusiva para los abogados, ya que sus clientes nunca sabrían cuando, en la perpetua inestabilidad jurídica que se crearía, podría surgir un nuevo litigante para quitarles su efímera victoria. Con la desafortunadísima redacción del art. 2º, que permite una interpretación favorable a la retroactividad ilimitada, este texto surrealista inventaría el deporte de buscar alguna antepasada a lo largo de los últimos ochocientos años que hubiese sido hermana mayor, y ello bastaría para conseguir un título de nobleza, hasta que otro alegase mejor derecho. La situación se convertiría literalmente en un juego de damas donde, por cierto, jugarían tantos hombres como mujeres y donde las victorias serían en general pírricas.

El actual orden sucesorio de los títulos da preferencia al varón pero ni excluye ni nunca excluyó a la mujer, al contrario de lo que ocurre en otros países europeos. El Tribunal Constitucional sentenció en 1997 que el orden tradicional no vulneraba la actual constitución española, al igual que el Tribunal de Derechos Humanos Europeos y el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas declararon que no iba en contra del principio de la igualdad jurídica entre los sexos. Por todo ello, malamente se puede argumentar, como hace la Exposición de Motivos de esta Proposición de Ley, que el cambio legislativo es necesario para que el régimen sucesorio sea compatible con la Constitución de 1978. El propio sentido común nos dice que toda transmisión de un bien indivisible da preferencia al que lo recibe, sea cual sea el criterio adoptado. El mismo principio de la primogenitura -que ahora se pretende reafirmar- podría ser calificado de discriminatorio. Habría entonces que acudir al sorteo entre hermanos y ante notario. Pero entonces, ¿por qué discriminar contra los demás españoles, sean o no descendientes del primer titular? ¿No sería más democrático sortear la sucesión nobiliaria entre todos? Y, bien mirado, ¿cómo se podría excluir a los extranjeros, tanto los inmigrados en nuestro país como los que siguen en el suyo?

Sería tan fácil hacer una reductio ad absurdum de la esencia misma de esta proposición de Ley que prefiero dejar el ejercicio a la imaginación de otros. Baste añadir que naciones como el Reino Unido y Suecia, que no son precisamente repúblicas bananeras, ni cavernas reaccionarias, no han considerado necesario cambiar sus regímenes sucesorios.

Pero, en fin, incluso lo inútil se puede hacer bien o mal. Como nadie pone en duda el derecho a legislar -con necesidad o sin ella- de las Cortes Generales, conviene centrarse en evitar que, por mala redacción, ignorancia u otro motivo inmencionable, termine aprobándose un texto tan defectuoso que se convierta en semillero de problemas. Algunos de éstos van mucho más allá del ámbito estricto de la nobleza titulada española. El reconocimiento en mayor o menor medida de las expectativas de derecho inmediatas en las sucesiones nobiliarias, o simplemente el retrasar la tramitación de esta Ley, evitaría precedentes embarazosos -o al menos comparaciones, no por excesivas del todo ajenas histórica y conceptualmente- si se va a modificar el artículo 57.1 de la Constitución actual.

Nadie negará, en todo caso, que el momento escogido para presentar esta modificación radical no es prudente en exceso, pues lo menos que se debe exigir a cambio de ceder y promulgar una ley ad personam son seguridades de que no se vaya a convertir en una discusión ad nauseam. Y ya marea -y pronto dará náuseas- oír el guirigay inicial en torno a este asunto, con intervenciones de tanta ignorancia en cuestiones de hecho como la de un diputado de ERC, que confundió a Alfonso XIII con Alfonso XII y a don Miguel Primo de Rivera con su tío, el primer Marqués de Estella, así titulado por su lucha denodada contra los carlistas. ¿O es que también Esquerra Republicana va a tener resabios carlistas?

En el fondo el problema está ahí, en la ignorancia general de la historia de España y, aun por parte de los más devotos seguidores de los llamados nacionalismos autonómicos, en la falta de interés por la historia verdadera de los antiguos reinos, regiones,marcas y comarcas de este nuestro viejo país. No anda hoy España tan sobrada de tradiciones y raíces como para poner en peligro la supervivencia de una institución que recoge un conjunto de señas de identidad históricas como son los títulos del Reino. Señas, recuérdese, que no lo son tan sólo, y ni siquiera primordialmente, de los actuales titulares, meros depositarios, sino de toda nuestra historia, que abarca cinco continentes en su evocadora toponimia, eco de quimeras y empeños pasados y presentes.

No en vano el más señero pensador liberal de nuestro siglo XX, Ortega y Gasset, advertía que no son aristócratas quienes reclaman más derechos, sino quienes exigen más obligaciones. Hoy en día y en España, llevar un título no da ninguna ventaja y sí acarrea más de un inconveniente. Quizá por eso parte de la nobleza titulada española oculta su condición, cosa impensable en la Gran Bretaña o incluso en alguna república como la alemana. Si a esos inconvenientes se añade ahora la cizaña que en muchas familias introduciría la incitación al litigio que supone esta Proposición de Ley, la institución nobiliaria podría acabar de la peor manera posible (y aquí se ve obligado a aclarar, quien esto firma, para que no se crea que predica pro domo, que el previsible descalabro no lo atañería personal e inicialmente, por motivos genealógicos, aunque sí al cabo del proceso, si la institución sufre un derrumbe general).

En resumen, hay motivos para pensar que al igual que tan sólo los árboles con raíces muy hondas aguantan las tormentas, únicamente las naciones que no renuncian a sus raíces históricas afrontan con éxito los retos de la modernidad. ¿Por qué, si no, la media docena larga de monarquías europeas, que están entre los países más avanzados del mundo, conservan, junto con otras señas de identidad, su sistema de títulos nobiliarios? Salvo en Noruega, que nunca los tuvo, parece que tales títulos ofrecen alguna ventaja a las sociedades nacionales de los países que nos gusta llamar nuestro entorno. Será que éstos sí entienden que los títulos forman parte de sus patrimonios históricos nacionales, igual que los monumentos arquitectónicos.

Sea como fuere, la Proposición de Ley es susceptible de enmiendas que remedien su disparatada traza jurídica. Cabe esperar que quienes pueden hacerlo estén ahora hablando con quienes pueden remediar las peores consecuencias. No se olvide que si lo que se busca con la Proposición es lo que se afirma en la Exposición de Motivos, y nada más, lo razonable sería declarar como mucho que a partir de la entrada en vigor de la nueva Ley se atendería en las sucesiones al principio exclusivo de la primogenitura.

Y no se olvide tampoco la frase del Papa a quien parecía más digno abolir la Compañía de Jesús que cambiarla: Sint ut sunt, aut non sint, que sean como son, o que no sean. Tal vez en última instancia sea más digno también aquí poner un brusco punto final a mil años de historia que entrar en un indecoroso callejón sin salida.

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