sábado, 29 de abril de 2006

El revisionismo como revancha

ABC

EL Congreso de los Diputados aprobó ayer una proposición de ley presentada por Izquierda Unida, y apoyada por el PSOE, para declarar 2006 «como año de la Memoria Histórica», en «homenaje y reconocimiento a la Segunda República», que es calificada como «el primer régimen realmente democrático de nuestra historia» y «antecedente directo del actual Estado social y democrático de Derecho y del sistema autonómico establecido por la Constitución de 1978». De esta forma, cobra carácter de rango parlamentario lo que hasta ahora habían sido extravagancias marginales de una extrema izquierda también marginal e incursiones historicistas insolventes a cargo del presidente del Gobierno. El salto político que representa la votación favorable a esta proposición es, por tanto, imputable, de forma directa, al Gobierno socialista y al PSOE.

La exaltación republicana que ayer se consumó en el Congreso se está basando, efectivamente, en la memoria, pero no en la Historia; en el reflujo ácido de una izquierda que se ha desvinculado de los valores de la Transición, del respeto a los principios políticos del Estado y del apego a la verdad histórica. El empeño de la izquierda en trazar una línea de continuidad entre el régimen republicano de 1931 y el régimen democrático de 1978, obviando la Monarquía parlamentaria, implica la renuncia previa a asumir el compromiso de reconciliación nacional que se cerró a partir de 1977, con el advenimiento de una democracia cuyo éxito se debe a haber configurado un modelo de convivencia que nada tuvo que ver con el que implantó la República. Incluso a pesar de aquellos republicanos, de izquierda y derecha, patriotas de buena fe, que pronto se sumieron en la decepción. Aquel régimen, que se estrenó cerrando medios de comunicación -entre ellos, ABC- y quemando iglesias y conventos, y que agonizó desde su inicio, entre golpes de Estado, revoluciones antidemocráticas e intentonas separatistas, no será nunca el precedente de la España democrática de 1978. Y en lo que podría serlo -definición de Estado integral, protección del castellano como idioma oficial-, el propio Gobierno y sus socios se están encargando de que no lo sea. Quizá el PSOE y la coalición revisionista que lidera pretendan que la II República sea precedente de otra cosa, de una nueva etapa política cuya inauguración requiere un proceso previo de deslegitimación del actual sistema constitucional en todo lo que no responda al designio republicano que quiere imprimirle la izquierda. Y ahí cobraría todo valor el propósito rupturista del nuevo Estatuto catalán, la generación de identidades nacionales y la aplicación a la sociedad de un tratamiento de choque laicista y sectario.

Lo peor de toda esta campaña auspiciada por el Gobierno y el PSOE, con el concurso ancilar de Izquierda Unida y sus socios ultranacionalistas, no es sólo el desprecio por el fundamento de la Constitución -la Transición sin ruptura de la dictadura a la democracia-, sino también la inoculación de un espíritu revanchista en una sociedad ajena -por edad y, sobre todo, por intereses vitales- a aquel pasado. El viaje de vuelta de la izquierda no acaba en 1978, sino en 1931, y esto es poner a la sociedad española en un trance muy peligroso, por más que estas iniciativas se revistan de falsos anhelos de justicia histórica.

No se extrañe el presidente del Gobierno de que cada vez sean más los que piensan que su proyecto político para España es un cambio de régimen, que empiece por el modelo territorial y siga por la deslegitimación política de la Monarquía parlamentaria. El único antecedente cierto de la Constitución de 1978 fue la libre voluntad de los españoles de no cometer los terribles errores del pasado y confiar su gobierno a un principio democrático bajo la garantía de la Corona, institución nacional que simboliza la unidad y permanencia del Estado. Tanto las manifestaciones públicas del presidente del Gobierno como esta revancha aprobada ayer en el Congreso de los Diputados encierran una profunda ingratitud hacia el papel histórico de Don Juan Carlos y a su aportación decisiva a la estabilidad democrática de España, negada cicateramente incluso en la resolución de la Cámara baja sobre el aniversario del 23-F. Y tampoco se extrañe el presidente de que, abierta la caja de la memoria histórica, se descubra que tal memoria la tienen más de los que desearía esta izquierda irresponsable y revanchista.

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