sábado, 18 de marzo de 2006

Las lágrimas del Rey

 
 
 
 
 
 
 
 
 
Por @Incitatus

El Confidencial

La última vez que le vi llorar en serio fue cuando se murió su madre, doña María. Esto no quiere decir que el Rey no llore sino tan sólo que yo lo veo poco; me cuentan que últimamente anda con la lágrima fácil. Pero es que lo del otro día fue una puñalada trapera que nos atizaron a todos sin anestesia, sin compasión y sobre todo sin avisar.

Auditorio Nacional, concierto homenaje a las víctimas de los atentados terroristas de Madrid y Londres. Philharmonia Orchestra, una de las más fiables formaciones del mundo. A la batuta, una chica: la joven vasca Inma Shara, lo cual no deja de ser sorprendente porque el mundo de la dirección orquestal de primer nivel sigue siendo el mismo de siempre: un coto exclusivo al que poquísimas veces se deja entrar, por ejemplo, a mujeres o a personas de raza negra. Miren las listas si no lo creen.

Estaba todo el mundo. El Rey, la Reina, el presidente Zapatero con su esposa, medio Gobierno, Mariano Rajoy con otros dirigentes del Partido Popular, representantes de Isabel II de Inglaterra, medio Cuerpo Diplomático. El Auditorio, hasta arriba… salvo esas ominosas sillas vacías en los mejores lugares, ya saben, las entradas que la organización regala a muchas autoridades que luego se quedan en casa viendo Salsa rosa, que es lo que de verdad les gusta.

Yo tenía, por primera vez en casi veinte años, entrada "de coro", esto es, que estaba sentado detrás de la orquesta. Esto tiene el inconveniente de que acabas tarumba perdido por culpa de la percusión y de los metales, que están ahí mismo, a dos metros, y el sonido de las cuerdas llega, muchas veces, como entre nieblas de invierno. Pero tiene la deliciosa ventaja de que le ves la cara va todo el mundo, desde la directora –Inma Shara es de las que dirigen también con la cara; abría una boca tremenda, como hace, por ejemplo, Daniel Harding– hasta el público. Por eso puedo contar lo que voy a contar.

Todo iba bastante bien. Tras las palabras de homenaje y respeto, tras el minuto de silencio con todos en pie, tras una hermosa interpretación del Himno Nacional de España (a un trompa se le fue la pinza y, en el acorde final de Si Bemol Mayor, se fue de cabeza a la tónica, o sea al Si Bemol, en vez de al Fa que tenía escrito; no desafinó, porque la nota estaba en el acorde, claro, pero medio tono más y provoca un incidente diplomático), empezó el programa. Muy bien elegido. A las tres obras les pasaba igual. Tanto la obertura de concierto In the South, de sir Edward Elgar, como el Capricho gitano de Rachmaninov y la irregular Sinfonía escocesa de Mendelssohn comienzan con movimientos lentos en los que puede hallarse un severo dolor, o al menos tristeza, o nostalgia, y luego se van animando hasta terminar de modo majestuoso, brillante y confortador. Un buen mensaje para lo que estábamos conmemorando allí: hay que sufrir el dolor, no hay que olvidarlo, pero sin ignorar que, al final, está la esperanza.

La interpretación fue espléndida, como no podía ser de otro modo con semejante orquesta. Hombre, hay que admitir que a nuestra animosa vasca no es que le hicieran demasiado caso los egregios maestros londinenses. Estoy convencido de que no habían ensayado mucho juntos. Inma se empeñaba en marcar todos los tempi y todas las entradas con denodada paciencia, como si aquella colección de viejos zorros no se supiesen a Elgar (y a los demás) de memoria. Luego tenía algún problema en la mano izquierda: daba la sensación de que, si la estiraba, iba a tropezar con una pared o con algo que le quemase, y rara vez lo hacía. Y luego, claro, hay que decir esto: que es una chica. Es duro, pero también es una verdad como la copa de un pino. La mayoría de las grandes orquestas del mundo (sobre todo las centroeuropeas) adolecen de un machismo que no termina de remitir. No le hacen el mismo caso a Riccardo Muti que a Inma Shara, se ponga ésta como se ponga.

Pero todo fue muy bien. Al final estábamos todos ya tranquilos y contentos cuando, de pronto, sin mediar provocación, Inma regresa al podio y comienza a sonar, de "propina", el Adagio for Strings del norteamericano Samuel Barber.

Yo me eché las manos a la cara.

Sin duda conocen ustedes esa música, una de las mayores descripciones del dolor que nadie haya escrito jamás. Sonó en las películas Platoon, El hombre elefante, El Norte y seguramente en otras que no conozco o recuerdo. Sonó en los funerales de Gracia de Mónaco y el pobre Rainiero, ante el ataúd de su esposa y oyendo aquello, estuvo a punto de quedarse en el sitio, fulminado por deshidratación.

A nosotros, en el Auditorio, nos pasó lo mismo. Por las altas penumbras de la sala empezaron a cruzar, como fantasmas, las terribles imágenes del 11-M, las del metro de Londres; la sonrisa de José Luis López de La Calle, de Joseba Pagaza, de la masacre de Hipercor, las piernas amputadas de Irene Villa; la cara de buenazo de Miguel Ángel Blanco, las de tantos cientos de personas asesinadas en nombre de una farfolla mental irredentista de la que prefiero no acordarme. A esos recuerdos unía cada cual, sin duda, sus propios dolores personales, y allí fue Troya.

El Rey, aplastado por la terrible música de Barber, tenía los ojos más que húmedos. Y la Reina. Y Zapatero, y Sonsoles, y Toño Alonso, y Saramago, y Espe, y Gallardón. Rajoy cambiaba de posición en el asiento cada seis segundos, daba la sensación de que no encontraba el pañuelo. Todos, o casi todos, estábamos alanceados de parte a parte por aquella música brutal. Yo no había visto jamás que a un director de orquesta, en mitad de la interpretación, se le quebrase el alma y se limpiase las lágrimas con el dorso de la mano que empuñaba la batuta. Eso le pasó a Inma Sharan. Los músicos siguieron solos durante los dos o tres compases en que la chica estuvo bloqueada; luego volvió a tomar el mando. Tampoco había visto yo que uno de los miembros de la orquesta –en este caso, uno de los ocho contrabajistas– dejase de tocar unos segundos para restregarse los ojos con los puños, como hacen los niños cuando sufren.

No se debe hacer eso. En un concierto como este, y tras el triple mensaje de esperanza que envolvían las piezas del programa, no se toca el Adagio de Barber, coño. Eso es una barbaridad sadomasoquista que no se justifica de ninguna manera. A no ser que se pretenda que nadie olvide jamás aquel concierto.

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