viernes, 29 de abril de 2011

Más fuerte que nunca

ABC

A muchos les parece que la Monarquía británica es una superviviente de otra generación, un recuerdo de la época dorada de la expansión imperial y las hazañas navales. De los «60 gloriosos años» de la Reina Victoria, como lo expresó la actriz de los años cuarenta Anna Neagle. De la vieja canción The Vicar of Bray, que conmemora inmortalmente al Rey Jorge «a la hora del postre». En cierto sentido, esa interpretación es cierta. Porque el pasado fue un pasado monárquico en casi todos los sentidos.

Pero hay un error fundamental en esa imagen. En los primeros años del siglo XX, la fuerza de Gran Bretaña parecía reflejada en su sistema parlamentario, sus responsabilidades imperiales y coloniales, sus logros literarios y científicos, así como en su estabilidad constitucional garantizada por el Rey y la Reina en el Parlamento. Los ciudadanos británicos señalaban con orgullo incluso durante mi infancia que Gran Bretaña poseía o al menos administraba la cuarta parte de la superficie del mundo. ¿O era la cuarta parte de la población mundial? No lo recuerdo bien pero, en cualquier caso, parecía un triunfo asombroso para una pequeña isla del Mar del Norte.

La mitad de África estaba dominada por Gran Bretaña, el subcontinente indio era el orgullo de los imperialistas benévolos y los hermanos Baring no eran los únicos que pensaban en Argentina como en el sexto dominio. Teníamos una democracia constitucional que era la envidia de Europa y se pronunciaban discursos de una elocuencia asombrosa.

El Imperio era el lugar en el que encontraban trabajo muchos licenciados con talento de Cambridge y Oxford, hombres que se iban «fuera» a África o a la India con veintitantos años y se quedaban allí excepto durante breves periodos de «permiso». Eran los sucesores de los procónsules romanos o de los oidores españoles, pero sabían que estaban haciendo algo bueno desde su punto de vista. Mi padre y su hermano se encontraban entre estos hombres.

Ahora, como el poeta Wordsworth escribía en relación con Venecia, «cuando incluso la sombra de lo que en su día fue grande ha desaparecido», nos pasamos el tiempo debatiendo sobre si participar o no en la aventura de la unidad europea y, en caso afirmativo, en qué medida. Nuestro Parlamento se ha visto envuelto en el escándalo e incluso muchos en Escocia parecen albergar esperanzas de una secesión. La Armada ha quedado reducida a un tamaño pequeño y humillante. Pero una institución permanece y, en cierto sentido, es más fuerte de lo que nunca lo ha sido: me refiero a la Monarquía.

La Monarquía es una institución antigua y tuvo suerte de sobrevivir a los problemas del siglo XVII. Los Soberanos con más éxito desde la restauración de Carlos II en 1660 probablemente fueron el propio Carlos II, que era astuto y constante aunque tuviera muchas amantes de toda clase de orígenes, y Guillermo III, que era holandés. En el siglo XVIII, nuestros Reyes eran gente más bien corta. Jorge I apenas sabía hablar inglés; Jorge II lo hablaba con acento alemán; Jorge III estaba loco; y Jorge IV, aunque interesado por las artes, era bígamo. Guillermo IV era un marino que dedicó muchísimo tiempo a defender la trata de esclavos en sus discursos en la Cámara de los Lores; la Reina Victoria dio un ejemplo notable pero estuvo semirretirada durante muchos años; Eduardo VII, a principios del siglo XX, era encantador pero, visto retrospectivamente, parece más bien indulgente consigo mismo; el Rey Jorge V era un tirano y muy severo con sus hijos; y Eduardo VIII estaba un tanto malcriado y era un desastre.

La Monarquía que disfrutamos actualmente es un logro del Rey Jorge VI, ahora famoso en todo el mundo por la reciente película El discurso del Rey; y sobre todo, la actual Reina Isabel II. Esto es algo mucho más novedoso de lo que podría parecer. La Monarquía actual es bastante diferente de la que existía en el siglo XVIII e incluso en la primera mitad del XX. El Rey Jorge VI se granjeó el cariño de los británicos al quedarse en Londres durante los bombardeos alemanes, que se conocen como Blitz. La Reina Isabel, que se acerca al sexagésimo aniversario de su coronación, ha sido capaz de apoyarnos mediante su ejemplo en los muchos momentos difíciles por los que hemos pasado desde 1952, cuando empezó su reinado. Ha dado ejemplo de lealtad, discreción y trabajo duro cuando esas virtudes parecían a menudo anticuadas y han sido objeto de burla.

A la Reina se la quiere porque parece personificar las vidas corrientes de la gente corriente. Está permanentemente de servicio. No aspira a ser una intelectual. No creo que tenga realmente ninguna opinión política. Si la tiene, se la guarda para sí. Le gustan los caballos y los perros, como a todo buen ciudadano. Le gustan las carreras, que no solo son el deporte de los Reyes, sino también una actividad que no guarda ninguna relación con la clase social. Los normalmente independientes funcionarios civiles y las Fuerzas Armadas sienten lealtad sobre todo hacia ella, «la Corona», seguramente más que hacia sus sucesivos Gobiernos, por buenos que hayan sido algunos de ellos. Ha sido una entusiasta asistente a los grandes acontecimientos. Ofrece una sólida columna vertebral a un país que la necesita más que nunca.

El Príncipe Felipe, por otro lado, con sus comentarios poco convencionales sobre la vida, prescinde de la pomposidad y mojigatería banales que suelen acompañar a las costumbres modernas. Sus hijos, la Familia Real, no siempre han tenido suerte y algunos han cometido errores en ocasiones. Pero el heredero al trono, el Príncipe Carlos, ha dado muestras de unas inquietudes artísticas que le honran y de una franqueza que ha sido reflejo del ingenio de su padre. Recuerdo cómo criticó duramente los planes para una nueva biblioteca nacional comparándolos con una escuela de formación de la policía secreta.

Los nietos de la Reina, los dos hijos del Príncipe Carlos, han elegido estar en las Fuerzas Armadas y por ello siempre parecerán líderes ceremoniales dignos. El matrimonio, hoy, del Príncipe Guillermo lo relaciona con el pueblo de una forma en que ningún Monarca lo había estado desde que el Rey Enrique VIII se casó con Catalina Parr en sextas nupcias (ya que la Reina Madre, aun siendo una plebeya, era indudablemente una aristócrata). Sin embargo, un genealogista erudito ha mostrado que lo más probable es que Catalina Middleton descienda de María, la hermana mayor de la desafortunada Reina Ana Bolena, quien tuvo hijos con el Rey Enrique VIII. Me alegra decir que es posible que mi propia hija descienda del Rey Ramiro de Asturias. Así que todos somos primos.

LORD THOMAS DE SWYNNERTON ES HISTORIADOR

No hay comentarios: