martes, 26 de septiembre de 2006

Descendencia real

ABC

EL anuncio del futuro nacimiento del segundo hijo de los Príncipes de Asturias -niño o niña- es, además de una buena noticia en lo personal para Don Felipe y Doña Letizia, igualmente buena desde el punto de vista del aseguramiento de la sucesión en la Corona -institución cuyo titular encarna la Jefatura del Estado-, al ser ésta hereditaria en los sucesores de S. M. el Rey Don Juan Carlos I de Borbón, «legítimo heredero de la dinastía histórica», según reza textualmente el artículo 57 de la Constitución.
A tenor de la interpretación de ese precepto, el hecho sucesorio no se producirá hasta tanto el Príncipe de Asturias no sea proclamado Rey por fallecimiento o abdicación de su padre, de tal manera que los hijos de Don Felipe son iguales en la consideración hereditaria, esto es, tienen derecho al título de Infantes de España con tratamiento de Alteza Real.
En tanto el tracto sucesorio no se produzca, existe una mera expectativa de derecho, pero no derecho adquirido a favor del hijo mayor varón -si lo tuvieran- de los Príncipes de Asturias, pero no se genera derecho adquirido alguno. Como quiera que está en trance de debate público -y con un amplio consenso social- la supresión de la prevalencia sucesoria del varón sobre la mujer prevista en la Constitución, conviene despejar las urgencias que podría generar la noticia del feliz nuevo embarazo de Doña Leticia. Según un cálculo razonable, hay tiempo más que suficiente para que la Constitución sea modificada en su artículo 57.1 de tal suerte de que, llegado el momento de la sucesión, la Infanta Doña Leonor sea la Princesa de Asturias.
Tanto la voluntad política de los partidos con representación parlamentaria como el dictamen al respecto del Consejo de Estado, y un perceptible consenso social, requieren que en la sucesión a la Corona cese ya la prevalencia del varón sobre la mujer como criterio discriminador, que, aunque propio de la tradición dinástica, ha caído en desuso y, sobre todo, en una consideración general lesiva para la igualdad de sexos. Lo mismo ocurre en el derecho nobiliario, cuestión que ha sido solventada, aunque con una disposición transitoria de retroactividad que afecta a la seguridad jurídica. Sin urgencia ni apresuramientos -y aunque el segundo hijo de Don Felipe sea varón- hay que ponerse en la tesitura de reformar este punto la Constitución de 1978. El problema -de ahí que el sosiego sea imprescindible- es que al tratarse del Título II de la Carta Magna su modificación debe producirse por el denominado procedimiento agravado, es decir, requiere de referéndum popular previa disolución de las Cámaras legislativas y ratificación por las nuevas, todo lo cual reclama un entendimiento muy profundo entre los grupos parlamentarios, que debe ser liderado por el Gobierno, sea en ésta o en la próxima legislatura.
Sería razonable que la reforma del artículo 57 de la Constitución, cuando se produzca, se haga acompañar de otras modificaciones constitucionales que están siendo analizadas tanto por el Ejecutivo como por la oposición: la mención a la Unión Europea, el catálogo de comunidades autónomas y de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla y otros extremos que pueden acordarse y pongan al día el texto constitucional.
Es importante, sin embargo, que estas modificaciones -siendo la de la sucesión a la Corona la más trascendente de todas- se produzcan en un clima bien distinto al actual, demasiado crispado y distorsionado por los muy próximos comicios municipales y autonómicos. La voluntad de servicio de S. M. el Rey -y su afortunada buena salud- y la disponibilidad de S. A. R. el Príncipe de Asturias al cumplimiento de sus obligaciones ofrecen un horizonte temporal largo y sereno en función del cual todo lo que deba hacerse conforme a la voluntad general se hará, pero sin urgencias ni premuras. La España democrática y monárquica, constitucional y parlamentaria, debe recibir, con la feliz noticia del pronto nacimiento de un nuevo Infante o Infanta de España, la garantía de estabilidad y continuidad de la Corona, a la que la Constitución encomienda, entre otras misiones, simbolizar la integridad y continuidad del Estado.

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