sábado, 10 de junio de 2006

Treinta años después

MANUEL ORTIZ
ABC

EL 9 de junio de 1976 Adolfo Suárez, a la sazón Ministro Secretario General del Movimiento, defiende ante las Cortes el proyecto de Ley Reguladora del Derecho de Asociación Política. Una semana antes S. M. el Rey Don Juan Carlos de Borbón, en sesión extraordinaria del Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica ratifica -ante un foro de máximo relieve internacional- que el camino de España hacia la democracia no tiene marcha atrás. El jueves 1 de julio de 1976 Don Juan Carlos llama a Carlos Arias para pedirle su dimisión y el 4 de julio de ese mismo año, se hace público el nombramiento de Suárez como presidente del Gobierno.

Tuvieron que ocurrir muchas cosas, improbables todas y cada una de ellas, para que Torcuato Fernández Miranda pudiera pronunciar su conocida frase: Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido. En ese momento el inesperado prodigio se había consumado y Suárez era ya el próximo presidente del Gobierno. Que, además, Suárez lograra llevar a buen puerto la transición política puede considerarse, cuando menos, asombroso.

Alfonso Osorio cuenta que Adolfo Suárez pasará a la historia como el hombre que estuvo en el lugar preciso a la hora justa. Y eso es así porque para hacer la transición política -y dejando aparte el papel impulsor y arbitral del Rey- era necesario alguien que tuviese inteligencia suficiente, conocimiento adecuado, capacidad de diálogo, paciencia infinita, modales exquisitos y simpatía arrolladora y esas cualidades, todas juntas, no las teníamos ninguno de los otros políticos en presencia en 1976, concluye Osorio.

El texto constitucional que marcó el espíritu de la transición, es decir nuestra Constitución de 1978, nace de un difícil consenso; es fruto de un pacto laborioso que implicó renuncias y sacrificios de todas las fuerzas políticas, pero que dejó un esperanzador horizonte de futuro, sin vencedores ni vencidos. Sin el apoyo del Partido Socialista Obrero Español y del Partido Comunista Español, este pacto no hubiera sido posible. Los dos jugaron a fondo un papel patriótico y responsable.

Treinta años después nos encontramos ante un panorama de crispación impropio de un sistema democrático consolidado y maduro. La partitocracia es un requisito imprescindible para el funcionamiento normal de la democracia, para la alternancia en el poder de las diversas fuerzas políticas y para el necesario control del Gobierno. Los intentos de destruir como sea a la oposición o al Gobierno, son radicalmente antidemocráticos y forman parte de nuestros más siniestros demonios familiares o alienígenos. ¿Quién nos iba a decir que el olvidado Rafael Santa Ana, que escribió un Manual del perfecto canalla, (editado, por cierto, por la Biblioteca de Educación Cívica) y que constaba de un curso preparatorio y otro de perfeccionamiento, (Madrid, Imprenta Alemania 1916) podría llegar a ser el autor de cabecera de algunos descarriados?

Vivimos acontecimientos de singular importancia en nuestra historia política; quiero decir en la historia política de España y de nosotros, los españoles. El Estatuto de Cataluña y el alto el fuego permanente anunciado por ETA se suceden en el plazo de veinticuatro horas. Luego vendrá el Estatuto de Andalucía concebido como coartada para dar amparo al Estatuto catalán, generalizando el disparate.

El Estatuto de Cataluña reivindica el concepto de nación para la autonomía catalana y, en mi opinión, ello implica una colisión frontal con el artículo 2 de la Constitución española. En efecto el artículo 2 no ofrece el menor resquicio a la ambigüedad cuando afirma que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles.

Un alto el fuego permanente es, por su propia naturaleza, una contradicción en los términos. Sea bienvenida la paz si es la paz lo que se anuncia con el corazón limpio y a cara descubierta, pero es difícil imaginar que así sea. «Impulsar un proceso democrático en Euskal Herria para construir un nuevo marco en el que sean reconocidos los derechos que como pueblo nos corresponden» es la explícita reivindicación del comunicado etarra. Se trata, pues, de un intento de escamotear de nuestra convivencia política el inalterable fundamento que la sustenta y que es, justamente, la nación española.

Para modificar nuestra Constitución es requisito imprescindible recuperar el espíritu de concordia, reeditar el consenso que existió en 1978. La Constitución no puede ser un trágala, una imposición de la mitad de los españoles a la otra mitad y, por supuesto, lo que los españoles no hemos consensuado en 1978 ni hoy, no puede imponerse por la vía torticera de la modificación de los Estatutos de Autonomía.

Naturalmente hago estas observaciones como un llamamiento al espíritu de concordia que Suárez supo crear entre nosotros. Han transcurrido ya casi treinta años desde la Constitución del 78 y es posible que hoy, los españoles o sus dirigentes políticos, o ambos a la vez, vean molinos de viento donde yo gigantes, o gigantes donde yo molinos de viento. Aún más atrás nos queda el inquietante recuerdo del siglo XIX, con sus numerosas y variopintas constituciones y en el que, según nos enseña la historia, la mayoría malvivió en una España en venta. Gerald Brenan nos dice al hablarnos de los antecedentes de esa terrible guerra civil sobre la que se hace hoy tanta literatura: En España, el principal problema ha sido siempre el de alcanzar un equilibrio entre un Gobierno central eficaz y los imperativos de la autonomía local. El lacónico diagnóstico de Brenan, desgraciadamente, sigue siendo válido hoy.

Una generación de españoles, dirigidos por Adolfo Suárez, creyó enterrar para siempre los demonios familiares de este «viejo país ineficiente» como calificó Jaime Gil de Biedma a nuestra España. Si el poeta tenía razón, nuestro mal gobierno no es accidente transitorio, sino una condición metafísica, un estado místico del hombre / la absolución final de nuestra historia.

Quizá la historia, como quería Vico, se repita siempre y nosotros fuimos ingenuos al intentar cambiarla. Quizá. Pero hoy nos queda la esperanza de que la convivencia es posible, aunque sólo sea porque los españoles hemos aprendido a odiarnos sin matarnos.

MANUEL ORTIZ
Primer secretario de Estado para la Información y portavoz del Gobierno de Adolfo Suárez

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