domingo, 5 de febrero de 2012

Isabel II, sesenta años en el trono



Rafael Ramos
La Vanguardia

En 1952 el Barça de Kubala hizo el doblete, el Manchester United ganó la liga inglesa y Rocky Marciano se convirtió en campeón del mundo de los pesos pesados; murió Evita Perón en Argentina, y en Cuba conquistó el poder Fulgencio Batista; Stalin mandaba en Rusia y Franco en España, Adenauer era el canciller alemán, Churchill el primer ministro inglés y Pío XII Papa de Roma; se inventaron el transistor y la píldora anticonceptiva, se hizo explotar la primera bomba de hidrógeno y prosiguieron las hostilidades en las guerras de Corea e Indochina. El 6 de febrero de aquel año remoto, que parece no sólo de otro siglo sino de otra historia y de otra vida, una chica de 25 años llamada Elizabeth Alexandra Mary recibió en Kenia la noticia de que su padre, Jorge VI, había muerto. Ese mismo día se convirtió en reina de Inglaterra, y todavía sigue siéndolo.

La historia se habría escrito de otra manera si Eduardo VII, el tío de Isabel, no hubiese abdicado en 1936 por su amor a la divorciada norteamericana Wallis Simpson, y la actual monarca habría disfrutado una vida placentera como una de tantas figuras de segunda división de la realeza europea, con esporádicas apariciones en la prensa del corazón. Pero el destino quiso otra cosa, y en 1952 se encontró con la enorme responsabilidad de dirigir un país que aún estaba marcado por las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial. Es un peso que todavía lleva encima seis décadas después, por mucho que su papel tenga una naturaleza simbólica, y que las circunstancias actuales (a pesar de la crisis económica) sean mucho más favorables.

Sería excesivo definir al Reino Unido como un matriarcado, pero el trío que forman Isabel I, Victoria e Isabel II se asocia con lo mejor de la monarquía británica a lo largo de los siglos: el esplendor isabelino, la construcción del mayor imperio mercantil de la historia, el poder, la reconstrucción de la posguerra y la progresiva descolonización. El trono ha pasado por malos momentos en los últimos sesenta años (en particular tras la muerte de Diana), pero tal vez sería una reliquia si el monarca hubiera sido otro.

Aunque sea a trancas y barrancas, la reina ha conseguido modernizar a la Casa de los Windsor y preservar la popularidad de una institución que cuesta a cada contribuyente alrededor de un euro al año, una cantidad que la mayoría de británicos consideran bien invertida a cambio del turismo que genera, la estabilidad que proporciona y la imagen de sólida tradición que ofrece al mundo. El Reino Unido ha sido definido como un país de "monárquicos moderados y republicanos reticentes", donde la realeza inspira sobre todo un escepticismo tolerante alérgico a las histerias de otras latitudes.

La última encuesta, publicada con ocasión de la boda de Guillermo y Catalina la pasada primavera, calcula que los monárquicos son un 63% (un 15% más desde la muerte de Diana) y los republicanos un 26% (pero un 37% entre los menores de treinta años, y en general en posiciones influyentes). La mayoría considera que la realeza es "relevante, infunde respeto y constituye una mejor alternativa que la república". Un 47% estima que se trata de una "fuerza unificadora", y un 36% la ve como un "elemento divisorio".

Sus finanzas son muy complicadas, estimándose que el Estado la subvenciona con entre 50 y 200 millones de euros (según quién hace las cuentas), a pesar de que Isabel II figura entre las mujeres más ricas del mundo, con una fortuna que según la revista Forbes asciende a 450 millones de dólares.

La admiración por la reina empezó a fraguarse durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era una chiquilla y, en vez de refugiarse en el extranjero hasta que cesaran las hostilidades, condujo ambulancias, visitó a lo heridos en los bombardeos y con 14 años se dirigió por primera vez al país a través de las ondas de la BBC: "Estamos haciendo todo lo posible para ayudar a nuestros valientes marineros, pilotos y soldados, por compartir el peligro y la tristeza, son tiempos difíciles pero sé que acabarán bien". Ya entonces demostró la entereza, la profesionalidad y el sentido del deber que son algunas de sus características más admiradas.

"Isabel II es una mujer discreta y muy trabajadora, astuta y sensata, que patrocina más de seiscientas organizaciones caritativas y a los 85 años tiene actos oficiales todos los días –explica el historiador Albert Caplan–. La contrapartida es un carácter percibido como frío y distante, con mal genio y ese aire de superioridad –e incluso un cierto desdén– propio de las clases altas británicas". La reina tiene muy presente que fue Inglaterra –y no Francia o Italia– quien plantó cara a Hitler, y destila ese sentimiento.

La década de los noventa fue la peor para Isabel, cuando la monarquía llegó a tambalearse con los escándalos sexuales de la familia, las confesiones públicas de Carlos y Diana, su eventual divorcio y su gélida reacción a la muerte de la princesa del pueblo en París. La prensa abrió la veda. Pero la reina reaccionó, se adaptó a los tiempos modernos, hizo públicas sus cuentas, empezó a pagar impuestos, abrió una página web, aceptó a Camila Parker-Bowles (la segunda mujer de su primogénito y heredero del trono) y consiguió restablecer la conexión con los ciudadanos que había perdido. Gracias a todo ello, la institución ha recuperado un cierto aire de misterio que es esencial para su supervivencia, y está hoy más fuerte que nunca.

El mundo era muy distinto hace seis décadas, cuando los Yankees ganaron las series mundiales de béisbol a los Brooklyn Dodgers y el corredor de fondo checoslovaco Emil Zatopek se llevó tres de medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Helsinki. Ernest Hemingway publicaba El viejo y el mar y John Steinbeck, Al este del Edén; François Mauriac ganó el premio Nobel de Literatura y Un Americano en París, el Oscar a la mejor película; Humphrey Bogart y Vivian Leigh fueron los mejores actores por La reina de África y Un tranvía llamado deseo; Truman decidió no presentarse a las elecciones estadounidenses, que ganó Eisenhower, con un joven Nixon de vicepresidente, mientras el senador McCarthy cazaba con furia brujas y perseguía a los comunistas por el Capitolio.

Pero una cosa es igual ahora entonces: Elizabeth Alexandra Mary es la reina de Inglaterra.

No hay comentarios: