lunes, 3 de julio de 2006

Adolfo Suárez, hace 30 años

JAIME LAMO DE ESPINOSA

Catedrático y ex ministro de UCD
ABC
 
HACE treinta años, tal día como hoy, Adolfo Suárez era designado presidente del Gobierno. Hace treinta años, tal día como hoy, el Rey se jugaba su historia y la de España a un tiempo apostando por una persona de su generación a la que conocía bien, confiaba en sus capacidades y sabía que llevaría a cabo el proyecto de hacer una España de y para todos los españoles. Y hace treinta años, tal día como hoy, España comenzaba una nueva andadura.
Cuando, tras la deliberación preceptiva del Consejo del Reino, nada fácil como demuestran las notas manuscritas del propio Torcuato Fernández Miranda, éste afirmó: «Llevo al Rey lo que me ha pedido», el Rey dispuso de la terna y halló en ella el nombre deseado: Adolfo Suárez. A partir de aquí sólo quedaba la designación.
Adolfo esperó esa tarde en su casa, acompañado por su hijo Adolfo -el resto de la familia estaban fuera de Madrid-, la llamada del Rey, algo inquieto a medida que pasaban los minutos. Cuando por fin se produjo, acudió a la Zarzuela. Adolfo contaba que el Rey le gastó una pequeña broma, le esperó semiescondido tras una cortina, por lo que al entrar en el despacho no lo vio de inmediato. Cuando éste apareció con una amplia sonrisa, Adolfo no tuvo ya la menor duda. Escuchó de Don Juan Carlos las palabras esperadas, dijo el famoso «ya era hora» y preguntó si tenía alguna instrucción. El Rey sacó una nota manuscrita, fechada en Segovia en 1969, en la que parece que ambos habían escrito lo que hoy llamaríamos una «hoja de ruta» hacia la democracia. «¿Recuerdas este papel? Pues ese es tu trabajo».
Era Suárez, entonces, un hombre persuasivo, seductor y de palabra fácil en la proximidad, pensamiento estratégico acentuado, sereno y reflexivo, en nada impulsivo, con una conciencia de España y de su destino muy alejada del pensamiento oficial de la época - su discurso defendiendo la democracia el 9 de junio lo confirma- y gran sentido del Estado. Un hombre que sabía que el cambio debía ser «de la ley a la ley», que anteponía por encima de todo su lealtad al Rey - cuya relación estaba llena de afectos y complicidades- y que tenía la necesaria ambición política como para afrontar retos y riesgos sin importarle las consecuencias.
Adolfo llega a La Moncloa en julio de 1976 y sale de ella cuatro años y medio después, tiempo en el que despliega una actividad sin igual, movilizando personas, grupos, aglutinando ideas y partidos, restañando heridas y abriendo puentes nuevos.
Había recibido un sistema político reglado por leyes del régimen anterior, prácticamente intacto, pero cuando dimite España cuenta con una Constitución moderna que es un gran pacto de convivencia; disfruta de una Monarquía parlamentaria asentada en la legalidad constitucional y en la legitimidad dinástica tras la renuncia del Conde de Barcelona; acudir a las urnas se ha convertido en un acto simplemente normal; el sistema de partidos está consolidado; la libertad de asociación sindical es total; se han saneado las haciendas locales; los españoles prácticamente han enterrado los fantasmas de la vieja guerra civil, sólo subsiste el hacha amarilla del terror enroscada por una serpiente; no existe ningún preso político en las cárceles españolas; el camino hacia la Comunidad Europea está expedito, y las autonomías, con estatutos ampliamente consensuados y refrendados, comienzan su caminar.
Esa es su obra, no pequeña. Pero si la obra fue grandiosa, no lo es menos la forma de llevarla a cabo, el talante de su construcción, los modos en la realización, la búsqueda permanente de acuerdos, de consenso, con todos, esa suma de posibilismo, realismo, consenso y conciliación y planeando por encima de todo ello una enorme dignidad en el sentido del Estado y en el ejercicio del poder.
Dignidad del Estado que alcanza su cénit la noche del 23-F cuando Adolfo Suárez -y no olvidemos a Manuel Gutiérrez Mellado- aventuró la vida en defensa de la libertad. Defensa en la que fue definitivo el apoyo del Rey, que salvó la cosa pública mientras que el Gobierno y el Parlamento permanecían aprisionados. Aquel 23-F el Rey salvó el Estado democrático y Suárez la dignidad de las instituciones políticas.
Pero quizás lo que resume mejor su causa del honor se encuentra en este párrafo de su discurso de dimisión: «Trato de que mi decisión sea un acto de estricta lealtad...hacia España, cuya vida libre ha de ser el fundamento irrenunciable para superar una historia repleta de traumas y frustraciones; ... a la Corona, a cuya causa he dedicado todos mis esfuerzos por entender que sólo en torno a ella es posible la reconciliación de los españoles y una Patria de todos, y lealtad si me lo permiten, hacia mi propia obra».
A esta dignidad hay que añadir después la de sus silencios. Hasta que desgraciadamente la enfermedad le aprisionó, Adolfo marcó durante años su presencia con la sonoridad de sus silencios. Nadie oyó una palabra suya contra sus viejos adversarios, incluso cuando ha sido aludido con injusticia o infamia. Un silencio que no hay que interpretarlo como indiferencia. Y además ha prestado su apoyo a cuantos presidentes le han sucedido.
Desde entonces yo he visto siempre en Adolfo al hombre que ha reñido dos grandes batallas, la política y la humana, y que ha ganado ambas gracias a muchas virtudes en él siempre destacadas, pero sobre todo una: su humanidad. Sin embargo, la batalla de estos últimos años comenzó a perderla cuando dos grandes apoyos en su vida -Amparo y Mariam- (otro es Adolfo hijo) desaparecieron. Ahí se rompió su fortaleza y desde entonces permanece ensimismado en un mundo misterioso sin lugar ni tiempo.
Pero el tiempo le ha ido devolviendo a Suárez en forma de nueva identificación todo el amor que el pueblo español comprendió que le debía. Frente a las amarguras del poder ha venido después el reconocimiento a su obra, a su persona y a su lealtad al pueblo español. Nadie ha sentido más a España que el hombre que tanto hizo por la creación de un sólido Estado de derecho. Desde hace mucho Adolfo Suárez no «está» en la política española pero «es», forma parte de la política española y constituye un referente indiscutible e indiscutido, un ejemplo o modelo de un modo de hacer política.
Suárez es hoy, más que nunca, uno de esos españoles preclaros, que contribuyeron a que España se uniera, dialogara, encontrara el lugar que le correspondía, intentando lograr un equilibrio entre el centro y la periferia, geográfica y política. Su gran acierto fue caminar hacia la reforma, síntesis entre la ruptura y el inmovilismo, armonizando los intereses -todos- de una sociedad que anhelaba un sistema nuevo con la práctica y el ejercicio real de los derechos y deberes de una democracia, pero sin traumas. Y en esa tarea contó con el apoyo indiscutido de los restantes partidos políticos. Aquello, la Transición, no fue fruto del miedo de nadie sino del deseo de todos de olvidar y construir, de mirar el mañana más que el ayer, dehacer una España para todos sin exclusión alguna.
Hoy, cuando se conmemora el treinta aniversario de aquel nombramiento que cambió a España, creo que vale la pena rendir homenaje a esa gran persona que ya no puede explicarnos cuán apasionante y fructíferos fueron para él y para muchos más -de su partido y de los demás- aquellos años. Desde entonces han pasado, sin duda, los treinta mejores años de nuestra historia en todos los órdenes. Y en muy buena parte son su obra y España se lo debe a él.
 

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